Un viaje diferente
Por: Luis Curay Correa, Msc.
Vicerrector UETS Cuenca (Ecuador)
La cadavérica figura apretaba sin el menor recato el acelerador, junto a él, Rana, Pata e palo y El Cholo, viajaban con el frenesí que les ofertaba la fuga. Armas en ristre y la agitación exasperada eran clara muestra de una operación de beneficio económico que ansiaban, terminase bien.
– Dale Flaco que la tomba se nos viene encima, tú sabes que el conchave entre el patrón y los altos de la policía es muy fuerte. Si pasamos el segundo peaje ya estamos en tierras serranas, allá nos espera La Morena para ocultar toda esta ganancia. Sí sabe llave a lo que me refiero, ¿verdad? Cien mil para cada uno papá, no es plata pa desperdiciar, así que ponga sus sentidos en alerta y bájese los huevos de la garganta – Le gritaba El Cholo al angustiado chofer.
– Ya sabe maestro que lo mío son las hembras y las fugas, ustedes pilas con el dinero y los sapos. Nos cargamos a cualquier hijueputa que intente detenernos. -Respondía el aludido con más incertidumbre que valentía.
Junto a la lustrosa carretera, en un tramo muy visitado por los turistas y viajeros, se apostaban un sinnúmero de carpas con ventas de frutas de temporada, allí el tráfico se hacía más lento. De los transportes interprovinciales bajaban en tropel las señoras precavidas para adquirir los racimos de verde, los deliciosos mangos, grandes sandías y guanábanas, o simplemente para refrescarse con un coctel de cuadritos aromáticos que nadaban en un líquido rojizo. Entre los automotores dedicados a este menester se encontraba el Chevrolet Corsa Evolution del 2005 que con sumo esfuerzo había comprado Laureano, un cuencano que, terminada su visita a familiares guayaquileños, retornaba a su ciudad natal.
– Señora, buenos días, por favor uno de estos jugos, el de vaso grande y con bastante hielo, tenga la bondad. -Intentaba no pronunciar las letras ere con el clásico arrastre por el que eran conocidos los habitantes de Cuenca, creía tontamente que, si no lo delataba el sudor promontorio de su cuerpo o las mejillas sonrosadas, podría obtener descuentos interesantes por su compra, al confundirse por un costeño más.
– A ver paisano, es un dólar. -Le extendía al comprador lo requerido a la vez que lo miraba pícaramente pues le divertía esos esfuerzos de camuflaje innecesarios.
– Muchas gracias, aquí tiene. -Sumamente avergonzado por la chanza recibida, decidió continuar el viaje. Por su ventana vio pasar un todoterreno a toda prisa, el golpe de aire que recibió su vetusto transporte por la velocidad de aquel vehículo lo remeció con cierta brusquedad.
– ¿Qué les pasa a estos monos locos? Casi tumban mi cacharro. -Orillándose instintivamente hacia la derecha gritaba Laureano, a modo de defensa.
En Durán, una gran casa de madera con los rigores del tiempo en su estructura, era el escondite elegido por Guillo, jefe de los Chone Killers, para mimetizar su presencia entre las pobres construcciones del lugar. Sin embargo, en el interior de esa pobre fachada, se disfrutaban de los mejores lujos, y se organizaban, de cuando en cuando, grandes fiestas donde no se miraba pobreza por ninguna parte. Estrafalarios banquetes con mariscos como protagonistas eran degustados por Guillo y sus secuaces, botellas y botellas de whisky fino eran abiertas a cada instante; entregaban a la penumbra una importancia capital, y claro, no podían faltar las líneas de coca consumidas con ahínco y las mujeres más bellas para deleite carnal.
– Chamuco, dile al Flaco que me tenga dispuesto el carro en la mañana. Toca visita y remolque. Que se aliste con su gente para mover unos cuantos kilos. Cuando partamos le doy la dirección, como siempre. -Vociferó Guillo desde la alcoba a la que ingresó con la más voluptuosa de las mujeres.
– No lo encuentro desde hace rato. Ni a él, ni a Rana, Pata e palo y El Cholo. Parece que jamás llegaron patrón. -Fue la respuesta que despertó la suspicacia en el ampón. Apartó de un solo empujón a la meretriz que lo acompañaba y se dirigió al baño de la planta alta. Se encerró para inspeccionar con afán y cuidado el lugar. El gran espejo que cubría la pared de la izquierda estaba asegurado con grandes tornillos por sus cuatro esquinas. Con un destornillador empezó a abrirlos con desesperación, al terminar esta tarea bajó el cristal con cuidado, lo puso junto a la regadera apoyándolo en las uniones de los roídos azulejos, y con desespero comenzó a escarbar en un gigante agujero que escondía hábilmente el gran espejo.
– Se llevó la plata este gran maricón. No puedo confiar en nadie. Chamuco, llama a todos, que se dejen de vainas y me traigan del culo del diablo al Flaco y sus amigos. Se robaron una plata mía, y esa no se la perdono a nadie. ¡Muévanse, carajo! Quiero a los cuatro muertos y ni un solo centavo perdido. A correr.
Había caído la noche en ese sábado tormentoso cuando, con el alma en la boca, el Flaco, con el pretexto de llevar el licor para la fiesta, ingresaba en la guarida para preparar el reventón que le encargó su jefe. Sabía los gustos de Guillo, y él era el encargado de proporcionárselos. Pero la avaricia lo traicionó. Al pasar por la cocina miró las escaleras que conducían a la planta alta, en un recodo está el baño, lugar que esconde gran cantidad de dinero, él lo sabía porque varias veces acompañó al líder de los Chone Killers con montones de dinero hasta ese lugar.
– Nada más intuir dónde los encaleta y ya está. -Pensó con los ojos inflamados.
La soledad cómplice de ese momento animó sus intenciones, por la escalera que conducía al segundo piso, reptó con la preocupación de ser descubierto y la premura de a quien el tiempo se le acaba. Al llegar buscó la sombra para esconderse, sus pasos se volvieron mucho más cuidadosos, el corazón parecía huir de su pecho. La puerta del baño estaba siempre cerrada, sin embargo, una de sus competencias en las que destacaba consistía en abrir la cerradura que se le ponga al frente. Así lo hizo. Una vez adentro, empezó a dar golpecitos en todo lado como quien intenta detectar algún sonido hueco, una vez inspeccionado el gran espejo, hubo de notar pequeños residuos de pintura que se esparcían a lo largo del lavabo, muestra fiel que alguien manipuló aquel adorno con sumo cuidado, en sus esquinas se pudo observar un desgaste nada natural, así pudo darse cuenta que, una vez retirado, se asentaba en una superficie diferente. ¡Es lo que buscaba! Las herramientas para el robo nunca le faltaban, eran su escapulario, así que todo se reducía a buscar la que mejor se adecuaba a sus propósitos. Una vez terminada aquella faena, y descubriendo lo interesante de la hendidura, auscultó con nerviosismo en su interior, notó que sus manos ingresaban ampliamente, casi no había que forzarlas para tantear el contenido del escondrijo. Las órbitas oculares se abrieron con exageración cuando sintió un objeto con sus dedos, se apresuró a asirlo lo mejor que pudo y a halar sin despertar la menor sospecha, necesitaba abundante concentración para realizar aquella invasión. Cuando retiró de sus aposentos el objeto encontrado, pudo ver que se trataba de un maletín en forma de cilindro, de cuero negro, vetusto y lleno de mugre, en su interior guardaba celoso un montón muy grande de fajillas de billetes de cien dólares, todas las que pudo observar con la rapidez necesaria, eran de esa denominación, no pudo contarlas porque se apresuró a dejar el baño tal como lo encontró. El descenso fue más dramático, pues sentía que alguien lo podía haber descubierto en cualquier instante. La caja que contenía las botellas de wisky fue la que escondió el tesoro hurtado, llamó por el celular al Cholo con voz angustiada:
– Prepara el auto grande Cholo, lo vamos a necesitar; dile a Pata e palo y al Rana que carguen sus pistolas a tope, que lleven las municiones que puedan. Nos vemos en quince minutos junto al primer semáforo de la autopista. ¡Se nos hizo Cholito! – Nunca le dio la oportunidad de respuesta a su interlocutor. Avanzó con disimulo de la vieja casona mientras saludaba con la cabeza a los que se encontraba por el camino.
La aventura de viajar solo realmente no le molestaba a Laureano, ¡no existen complicaciones que hablen o griten!, solía decirse esbozando una sonrisa incipiente. Aquella recta eterna que lo conducía hasta el cruce de vías le atormentaba de vez en vez, los conductores avezados imprimían velocidades considerables sin percatarse de los radares que se ubicaban a lo largo de la carretera. Observando por el retrovisor pudo descubrir tres carros de color negro avanzando raudos y alineados cuidadosamente, cuando lo rebasaron, calculó que viajaban a más de ciento veinte kilómetros por hora. Una locura que daba miedo, pensó en voz alta, a la vez que se aferraba al volante de manera instintiva como buscando refugio y consuelo. Los perdió de vista casi tan inmediatamente como cuando los avizoró, respiró aplacado y siguió su trayecto un poco más sereno. Cantó a voz en cuello una de las canciones que lo acompañaban y continuó el viaje.
Nos descubrió Don Guillo, esos carros que nos persiguen son de él. Alisten las armas amigos, es mejor morir a plomo que dejarnos atrapar, el jefe no tendría compasión alguna. – Pata e palo recitaba cada palabra acentuando el nerviosismo y el miedo de sus compinches.
– Dale Flaco, a toda máquina. -decía El Cholo mientras revisaba la recámara de su revólver.
En el carro que iba al frente de la caravana la situación no era diferente. Todos sus ocupantes, incluido Don Guillo, rastrillaban las armas con fuerza, sudaban de manera copiosa, movían sus cabezas queriendo esquivar a los vehículos que impedían una correcta visibilidad. El trajín era sofocante. Tres carros con cuatro pasajeros cada uno y armados de pies a cabeza era una realidad que sacudía el ambiente trémulo y anticipaba un cruel final.
– Acelera Chamuco, que hoy le damos piso a esos infelices. -La amenaza fue escupida en una mezcla de ira y aliento a licor.
Era precavido. Al corear la canción que escuchaba a todo volumen, revisaba de manera sigilosa los ventanales. Debían estar herméticamente sellados, amortiguando el sonido, alejándolo de las críticas de los que pudiesen observarlo u oírlo. Mientras tarareaba la parte final de los coros que lo invitaron a contorsionar su cuerpo lo más armónicamente que podía, pensaba en lo gracioso de los comentarios que aquella escena podría inspirar: Laureano, cincuenta años y disfrutando un mambo moderno, ya no está para esas movidas, le debe dar vergüenza, un hombre cabal como usted aplaudiendo semejantes barbaridades, ¿y qué de la poesía que dice defender?, ¿serán estos atroces los mejores representantes del hermoso idioma español?, ¡de todos, menos de usted! Reía confiado mientras la nueva tonada lo preparaba para gritar a pulmón partido: “/baby no me llame’/, que yo toy ocupá’, olvidando tus male’/, ya decidí que esta noche se sale/, con toda’ mi motomami’/, con toda mis gyale’/, y ando despechá’, alocá/’” …. Las mujeres hacen mejores rolas que los hombres, sentenció convencido.
El Flaco arriesgó demasiado. En una maniobra brusca de giro que lo enfilaría hacia la gran subida al Cajas, perdió el control y se encunetó aparatosamente. No pasaron los segundos necesarios para recuperar el aliento cuando una lluvia de balas sobresaltó a todos, caía por todo lado rompiendo cristales, cegando vidas. Agazapado como un gato escurridizo dio un alarido en forma de orden:
– Respondan maricones, que vivo no me agarra Don Guillo.
Lo curioso del asunto fue ver cómo la temerosa respuesta fue ahogada por el sonido de sirenas. Persiguiendo a los facinerosos se contaban un buen número de patrullas, soltaron su carga mortífera en franca respuesta al violento ataque que recibieron.
– Tombos hijuemadres, nunca asoman cuando se los necesita y justo ahora se los ve en procesión. ¡Bala a todos!, que no quede ni uno vivo. Aquí, o se joden, o nos jodemos. – Don Guillo redireccionaba la ofensiva con igual odio y fuerza.
Una tensa calma se respiraba a intervalos. Inhalando para arrancarle a la locura un poco de raciocinio, se dio cuenta que con ellos no era la cosa. Dio vuelta para observar la certeza de lo que su cerebro le decía. Avivó a sus compañeros y giró la llave para arrancar el carro. Por suerte el automotor encendió a la primera. Los chirridos de las llantas no se notaron por el ruido de la balacera. Más allá, ganada la primera montaña, se dio cuenta del nefasto saldo: todos sus compañeros de fechorías yacían en riadas de sangre, la carne despedazada del rostro de uno de ellos se convirtió en la pesadilla que nunca quiso vivir, lo reconoció por la playera azul que llevaba, era El Cholo que, a pesar de estar sin vida, apretaba con furia inusitada el arma con que hubo de defenderse. Pata e palo dejaba de respirar con los ojos abiertos, su demacrado rostro denotaba el miedo experimentado hace muy poco tiempo atrás, y Rana tenía el cuerpo como una coladera.
– De la que me salvé. Ni modo compadres, menos bocas, más me toca. -Se sentía ganador y bendecido.
El escenario fue apocalíptico. Los escasos habitantes habían abandonado la curiosidad para resguardarse del peligro. Y allí estaba él en medio de las conjeturas del destino. Bajó el volumen frenando aparatosamente. Los labios resecos eran humedecidos por su lengua, no pudo articular una sola palabra, el corazón quería salírsele del pecho. No fue el instinto de supervivencia el que lo animó, más bien la más grande idiotez que le ordenaba avanzar a toda marcha. Sin saber por qué, mientras era el único en la carretera que avanzaba, tomó la decisión de continuar y acelerar a toda máquina. La insensatez terminó apartándolo de un peligro inminente.
– Al parecer todos están muertos, ¡carajo!, ¡nadie se mueve! Yo me la saco. -limpiándose el humedecido rostro, Laureano, abandonó la tétrica escena.
Cosa por demás curiosa, apenas cruzó el pequeño retén para iniciar el ascenso, los policías lo cerraron a toda prisa haciéndole señales para que siga. Ahora nadie más que él ascendería con total tranquilidad. El momento sería aprovechado para tranquilizar el alma. No sentía los pies y las manos estaban entumecidas, sin embargo, algo le ordenaba a su cerebro que no pare, que avance sin mirar atrás, como si de ello dependiera su vida. Así lo hizo. La niebla, en pocos minutos de viaje, rompía de manera abrupta la tranquilidad circundante, era una cortina incómoda que lo invadía todo, enrareciendo aún más el ambiente, áspero y turbio, que lo acompañaba desde hace un buen rato. Era curioso, no había automotores descendiendo. Quizás la comunicación de la policía ya se había diligenciado para cerrar todos los accesos en la vía. El peligro no había pasado.
¡La soledad es la mejor compañía!, ¡cuántas veces se repitió esta frase! ¡Qué no hubiese dado para sentir el diálogo tranquilizador de algún acompañante! La niebla era la única que lo hacía levitar: en algún momento, deliró al respecto. Buscaba ansioso entre las compras de reciente adquisición una botella con agua, quería acabar con esa sed monstruosa que sentía. Movió papeles, el escaso equipaje llevado, hasta tanteó por debajo de los asientos delanteros. Nada, no había rastro alguno de una miserable botella. Una idea lo tranquilizó: estaba en una de las reservas naturales de agua dulce más grande del Ecuador, el esfuerzo mayor residía en detener el vehículo junto a una de esas pequeñas cascadas que se miraban a lo largo de su marcha y saciar sus requerimientos, refrescarse de esa manera se convertiría en su nuevo objetivo de viaje. Buscó con la mirada atenta, achinando los ojos para observar mejor. Encontró una buena opción casi de inmediato, prendió las luces intermitentes, haló con fuerza el freno de mano, y descendió del auto con prestancia. Al llegar, el líquido le devolvió la energía, era agua pura, fría. Suspiró renovado. Luego, sin importarle la ropa mojada y los zapatos llenos de barro que le quedaron como saldo, se detuvo junto a su cacharro y encendió un cigarrillo. Sintió gran alivio al absorber el humo redentor, hasta se sintió un tanto mareado, lo que le agradó de suma manera. Una vez terminado el cigarro, subió, prendió la máquina y continuó un tanto más calmo. Al doblar una curva, a pesar de lo espeso de la niebla, pudo divisar unas luces que se prendían y apagaban. Eran las de un stop de carro. Pero no estaba en la carretera, había salido de ella y chocado contra una gran roca. El horror de la escena vivida le obligó a hundir el pie en el acelerador. Trescientos metros más arriba, frenó con la duda atormentándole el alma. Dio vuelta y regresó maldiciendo su espíritu solidario. Al llegar, volvió a girar y dejó el motor encendido, solo por precaución. Desde su asiento y con la ventana del copiloto bajada empezó a gritar con furia: ¡hola, contesten! ¿están allí?, ¿puedo ayudar? El silencio envolvente y el crujido de las pequeñas luces era lo único que respondió. Decidió bajar e investigar, en el trayecto encontró un palo que decidió utilizar como improvisada arma. Ya cerca dio muestras de amistad, de interés quizás. Otra vez el silencio. Empujó el vehículo gritando con ira. Otra vez el silencio. Una gran bocanada de aire fue el final pretexto para revisarlo todo. Sin tocar nada, por esto de las huellas digitales, decía, pudo observar que no había sobrevivientes. Al parecer el chofer perdió el conocimiento y se estrelló muy fuerte. Un gran madero atravesó su cráneo acabando con su vida de inmediato. A más de toda esa escena brutal, algo le llamó la atención. Un maletín de cuero estaba en las piernas del que conducía, era evidente que lo estaba protegiendo. La curiosidad hizo presa de Laureano, miró a todos los lados posibles, incluso gritó pidiendo ayuda. Más silencio. Sacó de su pantalón el pañuelo azul que nunca le faltaba y apartó con cautela la puerta, misma que, a causa del golpe, estaba entreabierta. Con una precaución quirúrgica tomó el maletín y se lo llevó para, más allá, poder mirar en su interior. No pudo hacer cálculos aproximados siquiera, acertó a medio esconderlo entre la llanta de refacción y partió más velozmente de lo que imaginó. Había pasado el segundo retén sin novedad alguna.
– ¡Cayó Don Guillo!, escucha hombre, es lo que están diciendo por la radio. ¿Cómo que quién es ese man? Pues Don Guillo, el narco con mayor poder en el Ecuador. Ha sido baleado por Tamarindo junto a una caravana que le daba bala a otro carro. Hay que estar atentos. -Narraba con sobresalto uno de los policías del último retén a su compañero de guardia.
–En serio, ¿el de Durán, el más sanguinario? La vida termina como se la repartes a los demás. Y ese Guillo si le hizo mal a mucha gente. Sí, hay que estar atentos. -Fue la respuesta del otro policía.
El último obstáculo era precisamente ese retén junto al restaurant de Don Guevara. Se lo miraba desde lejos. Imponente por la madera que llevaba, siempre le gustó el estilo rústico de la zona. La madera le daba un aire de calidez y elegancia. Debe estar lleno de policías. Pero nadie me vio al bajar a mirar, es más, hasta grité por ayuda. ¿Y si me meten preso?, ¿sabrán de la existencia del dinero? Toca callar y hacerse el desentendido. ¡Yo no vi nada!
Un gran tubo pintado con pintura fosforescente atravesaba el carril derecho de la autopista de lado a lado. Estaba abajo. El policía que recibía los mensajes por la radio, sacó la mano izquierda por la ventana e hizo una seña para que el auto se detenga. Se dispuso a bajar para solicitar los documentos de rutina al único vehículo que habían visto desde hace rato.
– Buenos días, documentos, por favor. -Solicitó de manera autómata.
– Buenos días, sí, como no, ya se los entrego. -Dijo Laureano, intentando esconder su sobresalto.
En ese instante, el segundo policía recibió una comunicación por la radio. Era una orden de movilización inmediata de la unidad apostada en el retén como refuerzo de una operación que daba comienzo. Alzando la voz a la par que iniciaba la carrera le dijo a su compañero:
– Encontraron el carro con cuatro muertos. Eran los que se dieron plomo con Don Guillo. Requieren refuerzos. Voy de inmediato. Tú, atento. Acá no hay señal de celular, nos queda solo la radio, no te despegues de ella.
– Recibido, así se hará. – Respondió el otro.
– ¿Vio alguna actividad sospechosa en el camino? -Inició el interrogatorio.
– Estuve a un tris de que me alcance una de las balas que dice su compañero. Estaba de camino a casa y lo vi todo. De ahí no he dejado de acelerar con un miedo que me sacude hasta ahora.
– ¿Está usted bien, de dónde viene?
– Sí, gracias. De Guayaquil, fui a visitar unos familiares y ya estoy de regreso.
– Perfecto, gracias señor. Continúe.
Le parecieron horas interminables los escasos minutos que le condujeron a su departamento. Actuando lo más natural que podía, saludó a su casera, una señora muy bondadosa:
– Buenos días señora Gloria. ¿Cómo está?
– Bien, muchas gracias. ¿y qué, ya llegando del viaje?, ¿cómo le fue?
– Sí, muy bien. Vengo con los ánimos renovados. Ya sabe usted, cambiar de actividad siempre fortalece el espíritu.
– Es verdad, ojalá este fin de semana nos vayamos para Yunguilla con mi esposo. Allá tenemos una pequeña propiedad, que por cierto ya le hemos invitado para que vaya. A ver si algún día nos hace el honor.
–Algún día será señora Gloria, con mucho gusto. Saludos a su señor esposo.
– Gracias, que tenga un buen día.
Al cerrar la puerta del pequeño habitáculo, se deshizo de todo lo que cargaba, vigiló que nadie lo observara, se secó el sudor y cerró las persianas de la habitación que habían quedado abiertas. Contó sin descanso. Trescientos ochenta y dos mil dólares. Una cantidad que jamás pudo mirar junta. Tomándose la cabeza se sentó en el entablado del dormitorio y empezó a llorar con toda la fuerza. Alzó la mirada buscando respuestas que nunca encontró. Fue a la regadera y abrió la llave del agua fría. En sus adentros deseaba que ese sacudón lo devuelva a la realidad. Con una toalla de color café que olía a viejo y que compró en una promoción del Coral Centro, se secó una y otra vez el cuerpo marchito. No paraba de llorar. Quería gritar, y no podía. Más tarde, un poco más tranquilo, pensó:
– Ahora podré pagar la carrera universitaria de mis hijos, ayudar a mis sobrinos, conocer Galápagos con Carmen, Patricia, Juan y mis padres, sí, suena hermoso que todos vayamos, desde niños queremos hacer esa experiencia, pero nunca tuvimos lo suficiente, ¡pobres mis papitos, siempre alcanzados por darnos de comer y estudiar! Pero ahora hay, y bastante. También avanzará para pagar la enfermedad de mi abuela, cambiar de auto y costear el tratamiento de este cáncer antes de que me aleje por siempre de los que más quiero.