Primer viernes de septiembre

Por: David Marinely Sequera, Ph.D.
Venezuela

I

Ya hace cinco años que le jugué una broma a mis amigos al dejarlos “una noche” encerrados en el museo itinerante de terror. Pero, ¿qué es la vida si no se la toma en broma de vez en cuando?

Como todos los viernes, salíamos corriendo de las asfixiantes aulas de la facultad de medicina y nos íbamos a la placita del árbol de la U. Siempre nos encantaba tomarnos algo que yo preparaba mientras nos recostábamos en los viejos bancos usando nuestras mochilas como almohadas. Éramos los seis infalibles, aunque sé que nos llamaban “los seis matasanos”. 

Así pasábamos las horas; Omar, siempre fiel y obediente, me ayudaba a distribuir las bebidas. Algunas chicas lindas pasaban y nos veían de reojo:  Miguel, nuestro guitarrista, no perdía la ocasión de cautivarlas con sus melodías como si se trataba de un Hamelin universitario; Yo por mi parte, solo tenía ojos para Lucía, «¡ay mi morena!», culpable de paseos oníricos en mis peores asignaturas, muy observadora y con esa pasión de escupirlo todo, desde un insignificante pedazo de tiza hasta una gran laja de piedra.

En una banca cercana, estaba Andrea, mi hermanita, con la mirada al cielo observando los deliciosos mangos amarillos, los detallaba y escribía algo sobre ellos en su agenda, en verdad creo que debió estudiar periodismo y no medicina, pero bueno, siempre la apoyaba, no debió ocurrirle eso. Muy cerca de ella estaba recostándosele Victorino, recién integrante del grupo. Cómo deseaba que le cayera un mango en esa gran cabeza, la verdad que nunca me convenció del todo, bastante introvertido y culto, era como una biblioteca de anatomía ambulante, claro, estaba a punto de terminar la carrera, pero debía aprobar la asignatura pendiente que cursaba con nosotros. Mi hermana lo adoraba, lamentablemente.

Como decía, ese viernes taciturno, me subí sobre la mesa central de la plaza y, alcanzando un mango de una rama, me dispuse a convencerlos:

_Hoy es un viernes de misterio, primer viernes de septiembre. Algo diferente vamos a hacer _decía esto entre tanto le ofrecía el mango a Lucía, quien escuchaba las cuerdas de la guitarra de Miguel que tarareaba: “Amada, supón que me voy lejos, tan lejos que olvidaré mi nombre” _. Bueno, les invito al museo de terror _. Una pausa de asombro se asomó_. ¿Recuerdan a mi primo Juan?

_ ¿El desempleado? _ murmuró Victorino con cierta ironía desagradable.

_Pues, encontró trabajo, ¡bocón! _Le dije inmediatamente _, es el vigilante del museo, y nos dejará entrar a medianoche.

Miguel detuvo la guitarra y todos me miraron.

_ Sucede que uno tiene sus influencias también, y ¡hoy nos divertiremos a lo grande! _enfaticé.

_Esas cosas me dan miedo, hermano _Andrea temblaba y Victorino le tocaba la mano.

 La indecisión fue aclarada cuando los lindos labios de Lucía se pronunciaron:

_Gallinas no somos, nos vemos a la medianoche, al frente del museo, anímense, y luego nos aventuramos a la playa a contemplar la salida del sol _.

 ¡Gracias mi Dios! Me dije hacia mis adentros.

II

Ya a la medianoche, llegamos al sitio indicado; una luz mortecina iluminaba la calle, algunos carros parqueaban cerca; dentro, sus ocupantes charlaban demasiado juntos. Más allá algunos transeúntes entraban a un bar aledaño. El museo estaba cerrado, se podía leer en el letrero de la taquilla. Arriba titilaba una luz, saqué mi linterna y la puse en modo intermitente. La Luz del piso superior se apagó. Nos dirigimos a una puertita detrás del museo. Mi primo Juan bajó, llevaba en sus manos un manojo de llaves y en la otra, una revista de Condorito. A entrar todos cerró con llave. Miró con recelo a Victorino, nadie más que yo lo notó.

_Hola Juan.

Este, sin responderme y levantando la vista hacia el bar, me hizo pasar. El sitio era lúgubre, difícil de identificar los objetos que allí se encontraban. Lucía tomó mi mano. Encendí la linterna y casi me da un soponcio cuando vi el rostro cadavérico de un extinto oso hormiguero. Esto hizo que Andrea gritara.

_ Si eso es empezando el recorrido… _murmuró mi primo Juan cuando nos conducía a una sala mayor.

Aproveché el susto del grupo, me quedé detrás y le quité la gorra de vigilante a Juan, éste me siguió y mostrándole unos pocos billetes le quité sus llaves devolviéndole la gorra y le dije:

_ Déjame a cargo y vete disimuladamente_. Sin protestar, tomó el dinero y lo guardó.

Esto se pone interesante_. Comentó Victorino. Luego nos dirigíamos hacia lo desconocido.

Nos adentramos en un largo pasillo lleno de vitrinas del neolítico, luego nos dirigimos a una tétrica sala llamada “Sala del terror”, no sin antes percatarnos de una música escalofriante y baja.

Entramos muy unidos, casi llevábamos el mismo paso, lento y precavido. Esta vez fue mi hermana quien tomó la mano de Victorino. Yo lideraba el recorrido. Victorino, con su peculiar ironía me comentó:

_ Que bien conoces el museo, para ser tu primera vez, digo.

No le respondí, extendí mi mano hacia la pared y con malicia encendí una luz que mostró una escena dantesca. Era algo parecido al laboratorio del Dr. Víctor Frankenstein, quien dominaba la escena, vestido de blanco e inclinado hacia un cuerpo parecido a un hombre más grande de lo normal que yacía en una cama de quirófano. Las facciones del inmortal doctor reflejaban una profunda concentración científica, con ojos cansados como de mucho leer, y algo de triste locura. En cambio, el semblante del paciente, monstruo de Víctor Frankenstein, aun cuando era horrible y lleno de cicatrices que parecían recientes, trasmitía paz, soledad y cierta candidez humana que no encontré en su creador.

Muy cerca de la cama quirúrgica, un ser de muy baja estatura, jorobado y casi deforme estaba al lado del doctor, como un perrito fiel. Más allá, una delgada enfermera sostenía una bandeja de instrumentos metálicos, salpicados de sangre. Su figura era muy parecida a las enfermeras del gato negro de Poe y eso hacía más tétrica la sala. Por último, en una esquina, como fuera de lugar, un hombre sentado de espalda frente a un piano, performaba una muy leve música sacra, con su típico traje de pianista. Victorino se acercó a la peculiar figura “de cera” y notó con horror que sus dedos estaban enguantados, pero con manchas rojas, casi húmedas. Sin contener la curiosidad tocó los dedos y para su asombro se manchó.  Angustiado me sacudió, interrogándome, a lo que le respondí secamente:

_ Sangre pues. El pianista sufre de lepra _. Al notar el terror que causé en el grupo, decidí inventarme una burlona carcajada con la cual contagié a casi todos los presentes.

Ya pasado el susto, Miguel se tocó la panza y dijo:

_Tengo hambre.

Al lado del “quirófano espectral”, separado por un biombo hospitalario forrado por una tela blanca, tan transparente como el vestido erótico de Salomé, había una mesa de madera; Juan hizo un gesto para que nos sentásemos y eso hicimos.  Luego, sin despedirse, se fue.

Después de comer pequeños sándwiches y tomar algo, Andrea propuso realizar el juego de roles cuyos caracteres serían los funestos personajes de la sala. Ella, con voz dictatorial, eligió ser una importante entrevistadora, Victorino quiso ser el doctor, Lucía la enfermera misteriosa, Omar el jorobadito, Miguel el hombre del piano y yo “El monstruo”. 

III

Alrededor de la mesa comenzamos el juego. Todos adoptamos la postura de nuestro personaje en cuestión. Súbitamente Victorino preguntó:

_ ¿Soy el único que nota que el doctor Víctor está cada vez menos inclinado hacia la cama?

Volví a soltar otra carcajada la cual fue interrumpida por mi hermanita, quien, mirando a Victorino, le inquirió:

_ Se puede mejorar lo que Dios ha creado?

_ Por supuesto que no, respondió_, quiero mejorar al hombre ya contaminado, no al ser primitivo creado.

Andrea, con las manos debajo de la mesa me observaba fijamente, como si en verdad yo fuera el monstruo le preguntó otra vez.

_ ¿Y cree que este monstruo creado es una mejor versión?

_Eso espero _. Dijo el supuesto doctor Víctor con gran humildad.

Instantes después, yo, monstruo, expresé:

_Quiero hablar.

Andrea, la entrevistadora, obviando mi impertinencia, hizo un ademán de consentimiento.

_ Fui creado con buenas intenciones, y, aunque parezco un monstruo por fuera, soy más humano que ustedes por dentro.

_ ¿Fuiste creado entonces por la bondad humana?

Al sentirme acorralado por la pregunta les respondí:

_ ¿Hay algún humano bueno? _. Ese reproche del yo monstruo suscitó un halo de vergüenza en los presentes, especialmente en Victorino, o doctor Víctor Frankenstein, quien mostraba un rostro de pena como cuando un Padre es corregido, con toda razón, por su hijo.

La entrevistadora asumió nuevamente su rol y preguntó al Jorobadito.

_ ¿Tienes algún nombre extraño engendro, o lo que seas?

El jorobadito, asustado, buscó seguridad en los ojos del doctor, este con gran ternura asintió.

_ Igorrrrrr, me llaman Igorrrrr.

_ ¿Y a qué te dedicas Cuasimodo?

_ Igorrrrrr, me llaman Igorrrrr_.

_ Está bien Igorrrrrr, ¿cuál es tu objetivo en la vida?

_Servir a mi amo-. Luego de ello hundió su rostro irregular entre las deformes manos, dando a entender que no respondería más.

La entrevistadora quiso continuar las preguntas, esta vez para la enfermera y el pianista, pero notó que no obtendría nada. Solo se percató de del femenino rostro zombi de la enfermera el cual se fijaba en el doctor Víctor Frankenstein.

En verdad disfrutaba de la tertulia, entre otras cosas, por el hecho de que ninguno se daba cuenta de la metamorfosis que experimentábamos todos.

Antes de que surtiera efecto la bebida que les había estado brindando desde hacía tiempo, Victorino, muy ofuscado, comentó:

_ Ya está bien del juego de roles.

Todos, confundidos, asintieron. Luego de una hora yo, el monstruo del doctor Víctor Frankenstein, era el único que continuaba “mi gran teatro”, seguía con mi rol de Monstruo.  Victorino sospechó y, comprendiendo de lo que realmente ocurría, se quiso levantar de la silla y darme un golpe, pero al no poder hacerlo, se dejó caer en ella.

Andrea, mi querida hermanita, sintió que algo macabro y sumamente extraño sucedía en la mesa. Tomando toda la fuerza que le quedaba me gritó:

_ ¿Qué pasa hermano?, ¿qué nos has hecho? _ exclamó levantando sus brazos.

Al pronunciar estas palabras y dejar expuestas sus manos, gritó aterrada al ver cómo grandes suturas en forma de x circundaban sus muñecas. Sin percatarse, también su rostro se iba semejando femeninamente al monstruo.

Ya aburrido y deseando que todo acabara, miré a Igor quien se acercó al lado de Victorino, ambos se dirigieron al quirófano, lo mismo hizo Lucía.  Miguel por su parte, como un cuerpo sin alma, se dirigió al piano.  De repente, todas las antiguas figuras que estaban alrededor del quirófano fueron derritiéndose dando paso a mis amigos. Mi querida hermana tomó el lugar del monstruo en la camilla, yo por mi parte, bajé las escaleras a abrirle la puerta a mi primo.

IV

Ya mañana habrán transcurrido cinco años desde aquel primer viernes de septiembre, mi primo Juan, me lo recordó ayer, “viernes de misterio”; me toca llevar a otros inquilinos al museo y luego, bueno, volver a hacer nuevos amigos. 

FIN

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