1984, el miedo como euforia
Por: Manuel Felipe Álvarez-Galeano, PhD
Colombia
Si la masa empezaba a reflexionar se daría cuenta de que nunca podría imponerse a los demás y acabaría sublevándose.
George Orwell
El contacto con los libros cuenta con experiencias que nos arrojan a ellos, casi como si se tratara de una especie de amor incidental y, por tanto, puede partir de anécdotas inusitadas; por ejemplo, recuerdo en los 2000, cuando el reality El gran hermano captó la atención de muchas familias que veían cómo los participantes se sacaban las greñas en todas sus formas, mientras eran observados por una cámara. En mis tiernos 12 años, me consultaba cómo puede denominarse gran hermano a un lente que te observa, te vigila y, por ende, te condiciona o moldea el ser. Solo fue hasta que don Flórez, uno de esos intelectuales que encuentran las respuestas más inusitadas de la humanidad, con la inspiración embriagadora del chirrinchi o tapetuza, me recomendó un libro cuando hablábamos sobre las dictaduras latinoamericanas, 1984, la última que escribió George Orwell, publicada en 1949.
La tarea quedó pendiente y fue solo hasta el 2019 cuando la cumplí, sin saber que dicho programa tenía su fundamento en este libro: el Gran Hermano es una especie de personaje-metáfora que se emplea como recurso crítico. Acudí a la biografía de Orwell para reconocer algunos datos que pudieran ampliar la comprensión de dicha imagen. Y, claro, fue un genuino revolucionario nacido en la India británica que, si bien participó en luchas alentadas contra el fascismo en los años 30 del siglo pasado, sobre todo en España, y el imperialismo inglés en Birmania, no escatimó su crítica al autoritarismo estalinista, a quien acusó de irrumpir contra la esencia democrática que debería tener el socialismo, según su parecer. Este tema es trabajado con soltura en otras obras del mismo autor, como es el caso de Rebelión en la granja, de 1945.
Dicha novela es caracterizada acertadamente como distópica, cuyo término denota las creaciones que abordan la miseria y la opresión dentro de un escenario que puede ser alterno o, en ciertos casos, recreando espacios de una hiperrealidad futurista que, en definitiva, como es este el caso, resulta visionaria; de ahí el título de la obra. Casos semejantes se encuentran en Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y Farhenheit 451, de Ray Bradbury, que abundan en su perspectiva sobre el totalitarismo y la fijación del caos, desde la relación diádica ciudadano-Estado y oprimido-opresor.
Entre las cuantiosas adaptaciones en historietas, televisión y cine que cuenta esta obra, se destaca la realizada en 1984 por Michael Radford y que contó con un trabajo de fotografía, banda sonora y ambientación que, además de acoplarse con fidelidad al texto literario, complementa con decoro el guion y los tiempos narrativos, en comunión con la loable actuación de Richard Burton, John Hurt y Suzzana Hamilton. Recomiendo verla después de la lectura del libro, como es sugerente en todas las versiones cinematográficas de la literatura.
Entre los mecanismos de opresión que se abordan en la pieza, se cruza el tema de la lengua —muy a la heredad de los imperios—, por medio de la neolengua, una especie de idioma artificial creado para suprimir la libertad del discurso y, por ende, en la del pensamiento; en otras palabras, se dicta lo que se dice, se lee y se piensa. Dentro de este mismo corolario, se encuentra la alteración de la verdad, cuando los ciudadanos de la nación dirigida por el Gran Hermano tenían la obligación de considerar que 2 más 2 es 5 y no 4. La educación —si así se permite llamar—, por ende, se fundamenta en el fulgor del miedo, como orientaría Paulo Freire en textos como Pedagogía del oprimido y que se declara en la imagen del personaje O’Brien, una especie de ideólogo instructor.
Adicionalmente, el pulso crítico toma gestos que resultan significativos para reconocer las características generales de los gobiernos dictatoriales y hegemónicos: un partido dominante —el Ingsoc en este caso—, que enarbola la imagen de un caudillo; una propaganda que se basa en la emocionalidad —como trabajó Goebels, en la Alemania nazi, en sentencias como «Una mentira repetida se convierte en verdad»— para mantener su estructura, como puede verse en los pronunciamientos del Gran Hermano, en que los policías vigilan que los gestos, miradas y aplausos respondan eufórica y uniformemente a la voz del líder, además de una neurosis que señala de traidores a quienes no sigan ciegamente los principios del gobierno: todo este panorama es semejante a las dictaduras latinoamericanas durante la Operación Cóndor, a las instauraciones fascistas de Franco, Mussolini y Hitler, así como a la persecución del estalinismo, con elementos tratados en el silogismo de vigilar-castigar, desde la biopolítica de Foucault y que se mimetiza en el empleo del discurso revolucionario para erigir un dominio igual o peor al que se rebelaron.
Uno de los factores que generan curiosidad y que, claramente, entra en el constructo de las características de los gobiernos tiránicos, es el uso del eufemismo, considerando una especie de oxímoron o paradoja, desde la denominación Gran Hermano y, sobre todo, en la designación de las carteras de Estado: el Ministerio del Amor, empleado para la persecución y el castigo; el Ministerio de la Verdad, dispuesto para destruir la historia y acomodarla según el interés del gobierno; el Ministerio de la Paz, encargado de gestionar los asuntos bélicos entre Oceanía y Eurasia, y el Ministerio de la Abundancia, designado para el manejo de la economía. Asimismo, esta figura se cuenta con el común de los lemas y las premisas que sirven de bastión discursivo para mantener la disposición orgánica con se ejerce opresión, desde el velo de la aceptabilidad; por ejemplo: «La libertad es esclavitud», «La ignorancia es fuerza» o «La guerra es la paz», defendidas por O’Brien.
Winston, el protagonista, quien trabaja en el Ministerio de la Verdad, funge como el eje de tensión argumentativa, pues es quien reta el establishment, cuando lo cuestiona e, incluso, conspira por medio del reconocimiento de otros personajes desencantados del sistema, entre los que se encuentra Julia, con quien, además de su idilio, gestiona en sus pretensiones y participa del grupo resistente denominado la Hermandad. Con ella, logra levantar una especie de amor necrológico que proyecta, por medio de la frase «Seremos nosotros los muertos», la abnegación de la lucha y el deseo de reconstruir un mundo más afable para las generaciones venideras. Ellos se apoyan en Emanuel Goldstein, un personaje que representa la intromisión encubierta del Estado, al pretender perseguir los intentos de reacción y las gestas rebeldes.
La habitación 101, muy pronunciada desde el inicio de la novela, representa, en gran medida, el escenario del miedo, pues es el lugar más temido por los individuos y que es empleado como amenaza. Winston, con un temple que se proyecta por encima de cualquier temor, manifiesta su aceptación a todo castigo, factor que comparte con Julia; sin embargo, sus captores tienen conciencia de que necesitan acudir al instinto y el dolor más íntimo para oprimir, y solo es a partir del miedo a las ratas, en este caso, como logran dominar al protagonista. Esto demuestra, en gran parte, que el carácter de dominación empleado por los órganos de poder suele acudir a la esencia del pánico, como manifiesta Erich Fromm en El miedo a la libertad. De esta forma, se logra entender que el miedo cuenta con un doble peligro: la intranquilidad de la constante amenaza y la necesidad salvaje de no develarlo.