Trilogía del otro (II): En el parque
Por: Julián Ayala Armas
Escritor y periodista. Islas Canarias
Hace años, demasiados seguramente, tuve un perro, fiel como el viejo Argos. Al caer la tarde, solía pasear con él por el parque cercano a mi casa. Un día de inicios de verano me crucé con un hombre, vecino ya de la vejez, que estaba sentado en un banco solitario. Me extrañó el rictus de amarga resignación marcado en su rostro anguloso, las hondas arrugas a ambos lados de la boca y la palidez inusual de sus manos largas y huesudas, que mantenía en reposo sobre el regazo. A partir de ese día volví a verlo, siempre en el mismo banco. Vestía una guayabera blanca y usaba gafas de montura exenta. No leía, aunque a veces llevaba un libro consigo. Miraba simplemente el paisaje sin cambio de aquel rincón agreste, del que él mismo formaba parte como si siempre hubiera estado allí. En el seto de enfrente un arbusto florecido de adelfas rosáceas expandía su perfume dulzón, las flores rojas de los flamboyanes se mezclaban en la grava con las campánulas violeta caídas de los jacarandás, un mirlo enlutaba de vez en cuando el aire y otros pájaros cantaban en las ramas. Me fijé en las manos del hombre. A veces las pasaba por sus cabellos, ralos ya, que despeinaba ligeramente la brisa de la tarde; otras se tocaba la rasurada barbilla, como si mesara una barba imaginaria, y otras –las más– las dejaba posadas en su regazo, cual dos palomas tristes y cansadas.
Una vez, no sé por qué, lo saludé al pasar y él, después de un titubeo casi imperceptible, me devolvió el saludo sin cambiar la expresión del rostro: aquella mueca como de una angustia mansamente cincelada por los años, los ojos casi sin brillo detrás de los cristales y el gesto de sus manos delgadas, subrayando la incierta sensación de pesadumbre que transmitía toda su persona. Se hizo habitual el saludo –la inclinación de cabeza o el murmullo de las buenas tardes– al cruzarnos; pero nunca una palabra más entre dos personas sin embargo unidas por el tenue lazo de lo cotidiano, pues familiar me llegó a ser la imagen de aquel individuo como familiares debíamos parecerle a él mi perro y yo.

Un día, ya a finales del verano, el hombre no vino a su banco como acostumbraba. Sentí una confusa desazón, como si de pronto se hubiera roto algo en la tarde y al paseo diario por el parque le faltara un elemento entrañable y casi necesario. Pensé que vendría al día siguiente, pero tampoco vino. Ni el otro ni el otro. Nunca más volví a verlo ni supe qué fue de él. Quizá falleció y la esquela de alguno de los desconocidos que apareció aquellos días en el periódico era la suya. Tal vez se marchó de la ciudad. No sé…
Pasaron los años, murió mi perro y dejé de frecuentar el parque. No tuve otros animales. Mi mujer no quiso volver a poner su cariño en alguien que podía morir antes que ella. Yo he sido más desafortunado, pues con el tiempo ha muerto ella también y el inicio de este verano me ha encontrado solo en una casa vacía. Hace varios días que, al atardecer cuando el calor amaina, vengo al parque. Mis viejas piernas no aguantan ya paseos prolongados como los de antaño y prefiero sentarme en un banco apartado a ver pasar la gente. Las flores caídas de los jacarandás y de los flamboyanes tachonan el suelo, a veces la brisa de la tarde me trae el perfume de una mata de adelfas que florece cerca, los pájaros pían persiguiéndose allá arriba y el sol del ocaso me calienta tibiamente las manos. Hace días que está viniendo por aquí un joven con un pequeño perro negro. Nunca lo había visto, debe ser nuevo en la vecindad. Hoy me ha dicho “buenas tardes” al pasar.
Madre mía!!! Muy triste y cercana realidad, detallada con versatilidad y maestría de una pluma de oro!!! Gracias por deleitar nuestro cerebro!!!!
Gracias a usted por su comentario.