El viejo que no podía morir
Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Premio Jóvenes Creadores “Erick Jara Matute” 2022
Había pasado el centenar de años, todas las enfermedades reposaban en su molido y puntiagudo cuerpo, valía preguntarse cómo en tan enjuto conjunto de huesos cabían las más atroces y fulminantes pestes de todos los tiempos. El viejo casi no se levantaba de su oxidado catre, apenas se acomodaba para probar paupérrimo bocado y, luego, arrojar lo poco que ingería. En su habitación, ni las ventanas, ni las cortinas se abrían, al viejo le irritaba la luz de la mañana; solamente se podía distinguir su figura en los días soleados, aprovechadas horas en las que su peculiar familia daba fugaz visita al viejo que adornó su pieza por más de medio centenar de años con los más insólitos y estrafalarios objetos hallados en el panteón, donde trabajó gran parte de su opacada vida.
Los pronósticos de cuantos y tantos galenos atendieron al viejo eran de muerte inmediata, que ya no existía esperanza para él, que tarde o temprano los múltiples males que agobiaban su existencia iban a cesar el latido de su vetusto corazón; por ello, el viejo fue sentenciado a pasar en casa, a esperar, tranquilo, la ¨guadaña¨, pero parsimonia fue lo que menos encontró en su alborotada mente, en su delicado cuerpo, en su irrazonable ser.
Su dormitorio parecía un antiguo templo de esos que dedican tributo a los espíritus mundanos que merodean la dimensión de los vivos. En las paredes, de adobe, yacían colgadas un sinnúmero de fotografías y daguerrotipos de muertos ajenos, imágenes a blanco y negro sobre las que el paso fantasmal de los años había borrado los rostros de quienes un día fueron vivos y ahora descansan, o no, en algún lugar de la tierra de los muertos. Cuadros aquellos que seguro fueron colocados, entre lágrimas y recuerdos, por los familiares de los difuntos de antaño y, de estos, nuestros miserables tiempos. El viejo tenía el mal hábito de traerse, a manera de siniestra colección, todo lo hallado, que consideraba de valor, de la última morada de la mayoría de los desventurados hombres, pues bendecidos quienes son cremados y esparcidos en alguna imponente montaña o revoltoso río. Además de los retratos de un montón de muertos desconocidos, sobre los muebles del cuarto del viejo no se podían contar cuantos anillos, pendientes, collares, estampas, dentaduras e incluso una que otra moneda de oro encandecían la frialdad de esa madera crujiente, maltratada por el descuido y por la falta del toque femenino, pues el viejo que no podía morir enviudó prematuramente y él, por la pena y desazón, dejó a su suerte a quienes habrían de llamarlo ¨papá¨. Sin duda, uno de los elementos que más llamaba la atención del cuarto del viejo era esa biblia pegada a una modesta, pero compacta cruz de hierro; ahí, abierta en algún famoso pasaje del evangelio según San Juan, biblia de empaste rojo colocada en donde se supone estaría la sigla latina, esa muestra procaz de la crucifixión.
Por más que el viejo fue advertido acerca de lo que podría suceder si se apropiaba de las cosas del cementerio, hizo caso omiso a las supersticiones de pueblo y, aun cuando su mujer vivía, cada noche la sorprendía con algún elemento hurtado, propiedad de esos que no se quejan, de esos indefensos que no tienen voz: los muertos. La mujer, en un principio, horrorizada por semejantes actos bochornosos, fue agarrándole el gusto a recibir regalos de los seres del más allá. A sus dedos, cada día, les rodeaba una sortija diferente; a su cuello, nuevas perlas lo abrazaban cada domingo que asistía a la iglesia. La mujer del viejo jamás repetía joya, era la envidia del barrio, todas las vecinas se preguntaban en qué pasos andarían el viejo o su mujer, porque sí que levantaba sospechas que la conviviente, que pasaba todo el día en casa, de un modesto trabajador de un camposanto municipal pudiera tener semejantes joyitas. Por su lado, la esposa del viejo no era nada presumida, no acariciaba su cabello con más frecuencia de lo normal cuando había nuevo anillo en el anular, no movía su cuello como gato ostentoso que restriega su sonajero a los callejeros que no comparten su fortuna.
El viejo sí que amaba a su pareja. Cuando ella pereció por uno de esos ataques aniquilantes al corazón, el viejo lloró esta vida y la otra: nunca nadie antes había derramado tantas lágrimas, el viejo tiene la marca mundial de llanto. Lo peor del caso es que él, por la naturaleza de su oficio, fue el encargado de echarle tierra a su amada. A partir de la muerte de su cónyuge, el viejo que no podía morir intensificó la desaparición de ciertos objetos del panteón que pensaba podían gustarle a su ¨costilla¨. Así transcurrieron indecibles años hasta que el viejo, cansado de sufrir, decidió postrarse en su catre que hace varias décadas solamente sostenía su insignificante peso. El viejo no podía vivir sin su señora, al punto que optó por el valiente suicidio, intentó, pues cortar su propia respiración, con nada más que su voluntad y deseo de fallecer. No dio resultado. Aquel experimento fallido solo sería el primero de infinitos. Su muerte era imposible. Ya se ha dicho que ni siquiera todas las enfermedades habidas y por haber quieren firmar el acta de defunción del viejo.
Con el tiempo se supo que el viejo decidió postrarse en su catre, porque había realizado un último asalto al cementerio. En un arrebato de desesperación, el viejo desenterró a su mujer y se llevó la osamenta restante a su habitación, colocándola debajo de las desgastadas vigas metálicas cruzadas una con otra. El viejo era como el guardián de unos huesos que perteneciesen a la más majestuosa de las divinidades. Quizá ese era el castigo del viejo, el no poder morir para reunirse, finalmente, con su amada. Tal vez y solo tal vez el viejo sentía hacerle compañía a su pareja estando acostado, literalmente, sobre el último rastro y prueba de que aquella señora existió. Lo extraordinario de la situación era que el viejo, de tarde en tarde, le hablaba a la osamenta que yacía bajo su tálamo y esta, casi siempre, le contestaba.
El viejo que no puede morir sigue vivo, ha pasado ya el centenar de años. Los vecinos se quejan por las inusuales risas, sollozos y nebulosas conversaciones que tienen lugar en la habitación donde yacen dos muertos vivientes, dos vivientes muertos.