Un momento de humanidad

Por: David Marinely Sequera, Ph.D.
Venezuela

«¡Abba, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Marcos 14, 36).

Su alma estaba triste hasta la muerte. No comprendía la forma de actuar del espíritu humano. Hasta los olivos del monte Getsemaní sintieron pena por tanta injusticia. Toda una vida de servicio y enseñanza para llegar a Dios, pero ellos lleno de maldad no entendían el significado de las lecciones del maestro.

Su rostro mostraba toda la pena de un hombre, toda la tristeza de un Dios. Sabía lo que le sucedería en las siguientes horas: la cena, la espera, la traición de su amigo, los latigazos, la vergüenza pública, y…sintió miedo. Pero ¿cómo no sentirlo si desde siglos atrás el gran profeta Isaías habría escrito su trágico destino? Sus ojos inundaban de ternura y de duda las rocas áridas de la larga noche. Se levanta de la tierra y arrodillándose con las manos en oración dice:

-¡No, padre, tú sí puedes apartar de mí este cáliz! No merezco sufrir ni morir así, no he lastimado ni ofendido, no comprendo porque mis carnes han de ser arrastradas contra las piedras, no merezco que me escupan ni que perforen mis manos, mi pecho y mis pies. ¡Amigos, amigos! ¿Dónde están?

Padre no me abandones, pero tampoco me juzgues por lo que haré. Recuerda que en alguna parte de mí habita también un ser humano.

El hijo de Dios enjugó su frente carmesí y apoyando sus manos en su rodilla izquierda se levantó y se acercó calladamente al grupo de apóstoles que dormían debajo de los olivos. Los observó a todos con nostalgia, ubicó un espacio entre ellos y con la punta de su dedo escribió en el suelo: “No soy como mi padre”.

Al descender la colina escuchó cómo se acercaban los soldados guiados por Judas hacia el Monte. Se escondió detrás de unas rocas y oyó decir:

_ “¡Es el más alto y el más santo, no lo confundiréis!”

El profeta corrió y corrió, sus sandalias rotas no evitaban que las piedras del camino lastimasen sus pies, aquellos que una vez fueron perfumados por una bella mujer.

Por su mente corrían mil y un pensamiento, sentía el peso de un Dios que lo miraba, muy ofendido y traicionado. Se sentía como el peor hombre nacido, el peor Dios engendrado… ¡Pero se sentía libre! No quería cargar con el pecado de toda una humanidad. Sus pasos alocados y su ropa roída confundieron el camino y cayó al borde de un riachuelo. La obscuridad y el chasquido del rio fueron las sábanas que arroparon al hijo del hombre esa noche de rebeldía.

El sol despertó al hijo del hombre al amanecer, no al hijo de Dios. El maestro vio su túnica rasgada, sus pies enrojecidos, un mundo decepcionado por él mismo, pero también vio que estaba vivo. Sentía, por otro lado, todo el repudio que le tocaría recibir por parte de todos los que creyeron en él, a todos los que él curó y que mil veces les dijo que era el hijo de Dios y vendría a Salvarlos ya que él era: el camino, la verdad y la vida.

El maestro avanzó sin darse cuenta hacia el pueblo de Belén, que quiere decir, casa de pan, donde todo comenzó. Al entrar al pueblo algunas mujeres recogían harina de trigo cerca de la piedra de molino, una de ellas se le ocurrió susurrar:

-“No lograron atraparlo”, pero a todos sus discípulos que él llamaba apóstoles fueron encarcelados y, según Poncio Pilatos, los crucificará a uno por uno si al ocultarse el sol el maestro no aparece”.

Jesús se detuvo detrás de un profundo pozo de agua y pensaba en sus amigos y se preguntaba:

-¿Los dejaré morir? ¿Por qué no huyeron?

El maestro corrió y se ocultó entre una multitud de mendigos que llevaban una campana atada a sus cuellos, eran los leprosos de Dios, los despreciados por todos. El maestro vio horrorizado que esos pobres eran los mismos que una vez él había sanado “para siempre”. Aceleró el paso y se encuentra con una mujer que lleva una tinaja de agua, con su paso lento y triste como la mirada de los desamparados, hacia el suelo. Ella no deparó en el maestro, pero él sí la reconoció. Luego de unos segundos de indecisión, se le acercó y le preguntó:

-Mujer, ¿no eres tú la hermana de Lázaro? -Ella, levantando la mirada le responde:

Sí, mi señor, ¿usted lo conoció?

-Sí, es mi amigo. ¿Dónde está?

El volvió a morirse por segunda vez, yo creo que de tristeza al escuchar que su Maestro no era el hijo de Dios.

El profeta sintió un gran dolor en su pecho como si grandes ruedas de molino se posasen sobre él.

Levantó la mirada y susurró:

–Sólo le retardé la muerte, Lázaro, mi amigo Lázaro.

El maestro tomó el camino de regreso a Jerusalén y fue hasta la presencia de Poncio, Poncio Pilatos. En el camino se le escuchaba rezar:

-“El señor es mi pastor, nada me falta” …

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