Trilogía del Otro (I): El enemigo
Por: Julián Ayala Armas
Escritor y periodista. Islas Canarias
Lo primero que hacía al levantarse era leer las esquelas de los periódicos. Quería saber antes que nada si allí, encajonado en la orla negra y bajo el signo sagrado de la cruz, estaba su nombre, el de su enemigo. Y todas las mañanas, desde hacía años, la misma decepción.
Era ya un hombre mayor y si alguien le hubiera inquirido sobre el porqué de su odio le habría costado cierto esfuerzo responder. La ofensa originaria se remontaba a mucho tiempo atrás. Parece que su enemigo de hoy había sido entonces su mejor amigo y el hombre mascullaba algo relativo a abusos de confianza o traiciones, que a él le habían arrojado al abismo del descrédito y la miseria, mientras habían catapultado a su enemigo a la cima de una sociedad hipócrita y permisiva con los ruines.
Su odio se había alimentado de sí mismo de tal manera, que era ya como esas imágenes de personas y lugares conocidos hace mucho tiempo y que al cabo de los años uno no sabe si las recuerda por la visión directa que tuvo de ellas o por las fotografías en que quedaron fijadas para siempre.
Lo más tangible de su rencor era el rencor mismo, el desprecio y la aversión sin límites que sentía hacia su enemigo y que le habían llevado a seguir minuciosamente su peripecia vital. Primero, cuando era activo y famoso, a través de las frecuentes noticias de los periódicos y revistas de sociedad, en las que brilla el oropel a menudo falso de los triunfadores, y después, cuando como él su enemigo arribó a las decadencias de la edad, mediante conocidos comunes a los que sonsacaba los avatares por los que pasaba el otro. Con qué alegría acogía los sinsabores y desgracias de su enemigo y cuánta tristeza le proporcionaban sus gozos y sus logros, grandes o pequeños.
Ahora sólo le mantenía la esperanza de que le precediera en el camino sin retorno de la muerte. Por eso, todas las mañanas al levantarse lo primero que hacía era leer las esquelas. Sin embargo, la noticia no le vino por la prensa. Fue uno de sus antiguos conocidos quien le informó una tarde de inicios del invierno que su enemigo había muerto. Una sonrisa de siniestra satisfacción suavizó, deformándola al mismo tiempo, la dureza de sus labios siempre apretados; pero después, en la soledad de su hogar, le asaltó alarmante la duda: ¿Y si no fuera cierto? ¿Y si aquel tipo se hubiera equivocado?
Presurosamente se vistió, se puso su mejor corbata, de seda azul y roja, y se encaminó a la institución social donde se velaba el cadáver. Con paso firme se dirigió al féretro. Allí estaba su enemigo, pálido, la pechera ornada de condecoraciones. Lo miró cara a cara por primera vez desde hacía muchos años y se reconoció en el rostro rígido del otro. La evidencia de la muerte de su enemigo fue más fuerte que él y no pudo reprimir un sollozo que le subió incontenible del corazón a la garganta, edificando a los presentes, que conocedores del antiguo rencor existente entre ellos, le miraban con asombro.
De regreso a su casa se sintió vacío. Le pareció que su misión en este mundo había terminado, pues ya no tenía a quién odiar y hacía mucho tiempo que había olvidado amar. Aquella noche tardó mucho en dormirse. Pasaron por su mente los largos años de desazón y de rabia que le habían unido a su enemigo y cuando al fin logró conciliar algo parecido al sueño, éste estuvo plagado de pesadillas y sobresaltos. Al levantarse ni siquiera miró los periódicos del día depositados en el buzón, como era costumbre.
Había tomado una decisión. Sacó una silla y se sentó a la puerta de su casa a esperar la muerte total de su enemigo: la del recuerdo, que permanecía aferrado a su alma con la tenacidad de un molusco. No comió ni bebió nada. A los cinco días amaneció muerto, sentado en la silla.
Nadie fue a su entierro.