Falsos deseos

Por: Luis Curay Correa, Msc.
Vicerrector UETS Cuenca (Ecuador)

El autobús corría tranquilo, el camino parecía invitarlo a recorrer la esplendorosa serranía, lentamente aquellos paisajes costeños llenos de verdor y de multitud de contrastes naturales parecían invadir la melancolía del viajero, se imponían entonces las altas cumbres nevadas; las grandes llanuras acogían cientos de ejemplares de ganado vacuno que pasivamente se alimentaba mientras algún personaje típico de los lugares realizaba sus tareas cotidianas; se perdieron de vista aquellas casitas elevadas sobre grandes palos a manera de pilares donde sus coquetas habitantes, por una reducida ventana, mostraban sus encantos; ahora las casitas no experimentaban divorcio con el suelo, por el contrario, la comunión vivida entre  casa y tierra  semejaba la unión entre hombre y mundo; la volatería característica de esos hermosos paisajes daba el toque mágico para lograr la belleza natural que es y será inspiración de propios y extraños.

La naturaleza se desnudaba de esta manera ante los ojos de todos los ocupantes del autobús, algunos faltos de apreciación y valoración se mostraban impertérritos dedicándose a la molestosa tarea de leer –o fingir hacerlo– un periódico cargado de malas noticias, otros, más inteligentes, se entregaban de placentera forma a los brazos de Morfeo.

Fernando Antonio iba filosofando acerca de la vida y los misterios que siempre se han encerrado en ella, a la vez, los comparaba con ese inmenso abanico de color y hermosura que se desplegaba ante sus ojos, sus conclusiones, siempre reservadas, hacían que de cuando en cuando su cabeza adopte movimientos que parecía negar algo o a alguien, pero siempre terminaba por transformar involuntariamente la negación en duda. De pronto, pareció reaccionar de manera inesperada, se desencantaron aquellas bellas utopías que maquinaba su cerebro, volvió a la realidad pensando en el verdadero motivo de su viaje acelerado: los amigos, aquellos amigos a los que siempre apreció y respetó, compañeros de muchas travesuras colegiales, de amores idealizados, en fin, un cúmulo de locuras a las que con mucho gusto retornaba para vigorizar su espíritu. Precisamente la idea de revivir tales recuerdos con esa loca juventud a la que pretendía encontrar nuevamente, animaba sus pensamientos, aunque ansioso e intranquilo por los deleites que se imaginaba iba a sentir una vez más, decidió no atropellar más su corazón y esperó con calma hasta llegar a su destino: la bella ciudad de Cuenca.

El campo era apaciblemente devorado por el pavimento, el relieve lustroso de un verde que se tendía como una enorme alfombra iba perdiéndose y daba paso a construcciones citadinas que en numerosa presencia anunciaban a la urbe esplendente y señorial; era la Atenas del Ecuador que majestuosa se erguía ante la mirada atónita de los pasajeros. Viejos caminos recorridos, las calles adoquinadas, las casas de una arquitectura típica de la región, y las sombras de una vida vivida hace mucho tiempo, arrancaron de Fernando Antonio una hilera de lágrimas que afirmaba el cariño sentido por éste hacia la bella cuna de poetas, y, principalmente por las amistades que allí sembró; ahora el paciente corazón no resistió, los latidos se hicieron mucho más raudos y la ansiedad invadió todo su ser, no sabía si acomodarse mejor o ponerse de pie, todo transcurría tan lento, la velocidad con la que se desplazaba el transporte le molestaba, pero por todos los padecimientos que tuvo que pasar en los breves momentos en los que cruzó la ciudad debía esperar una recompensa.

Así fue, no muy lejos se miraba la estación, afanoso escarbaba entre la multitud –que aún no se diferenciaba bien– a las siluetas que imaginaba le esperaban para darle la bienvenida.

Bajó rápidamente las escalerillas del autobús, su escaso equipaje literalmente volaba y de no ser por la fuerte mano de su dueño lo hubiera perdido. La sorpresa fue enorme, ninguna de las caras que deseaba ver en tal ocasión se presentaron, todo el ambiente alegre que vivía hasta ese momento cambió totalmente, muchas cosas divagaron por su mente en esos instantes en los que no comprendía tal falta de solidaridad y cariño. Esperó pacientemente durante algunos minutos, pensaba que las excusas debían ser lo suficientemente comprensibles como para que él se preocupara. Si embargo la espera resultó inútil, la intranquilidad venció al fin y lleno de rabia se encaminó hasta la morada del amigo que hace una semana se ofreció gustoso como anfitrión para su estadía en la ciudad.

Tomó un taxi, indicó al chofer el destino que debía alcanzar y partió. Durante la breve excursión llegaron a su mente numerosas interrogantes que mostraban lo inexplicable que para el visitante constituían los hechos desarrollados hasta el momento.

Al llegar, un poco desganado, se aprestó a llamar a la puerta de la casa del viejo amigo. Algo raro sucedía. La entrada estaba abierta, el aire circundante en la estructura sofocaba, sus pies no acertaban a continuar la marcha. Venciendo dificultades decidió entrar. Su figura poco a poco tomaba posesión del dintel de la puerta, ingresó con un miedo que le torturaba el pensamiento, parecía que la premonición de algo fatal ganaba terreno en su razón.

En un viejo sillón estaba tirado un bulto, algo como una persona, las manos en la cabeza, la mirada fija en el suelo, y mientras se encontraba de tal manera, un pequeño charco, una y otra vez, agitaba sus diminutas aguas al recibir una gota nueva que agrandaba su existencia y razón de ser. La persona casi no respiraba, parecía como si la vida hubiese abandonado hace mucho tiempo aquel cuerpo y ahora gobernaba en él una especie de muerte en vida. Fernando Antonio adivinó por las características del mencionado bulto que se trataba de su amigo, aquella persona que hace un año –última vez en que lo vio– trasminaba alegría e ilusiones; era lógico, recién casado con la mujer que amó durante toda su vida, lleno de proyectos que marcaban las pretensiones de todo matrimonio joven, su esposa era una amiga y compañera de colegio que compartió con él mucho de lo suyo, pequeñita de estatura pero grande de corazón. Ambos plasmaron su amor en el paso que, convencidos, daría el corolario a tan grande sentimiento.

Leopoldo y Margarita, eran sus grandes amigos de colegio, de diversiones, de travesuras, de repetidas locuras, de confidencias, de innumerables jornadas, de bailes compartidos. Y ahora… ¿Dónde está la alegría de ése, su amigo?, ¿Dónde dejó el bullicio de su irónica risa?, ¿Dónde está el ser animado que siempre extrañó?, ¿Dónde están las bromas a veces molestas y subidas de tono?; pero también… ¿Dónde está Margarita?, ¿Dónde está su desinteresado comportamiento?, ¿Dónde está su figurita llena de belleza y gracia?, ¿por qué todo ha desaparecido?, ¿por qué sus ojos tenían que soportar tal espectáculo? No lo entendía. Nunca hubo de entenderlo.

Leopoldo, más aletargado que despierto, lentamente levantó su mirada como si pretendiera descubrir algo en el ambiente nostálgico que reinaba en la pequeña sala, sus ojos de cristal empañado escudriñaban el cuarto como buscando algo, y al descubrir la soledad existente, llenándose de lágrimas que incesantemente rodaban por sus mejillas, besaban sus labios y vertiginosamente buscaban contacto con el suelo. ¿Era la pena? o ¿Qué era?

Aún no advertía la presencia del viajero amigo, en su desesperación levantaba las manos al cielo como rogando o reclamando al ser supremo la injusticia de la vida que le tocó vivir.

Fernando Antonio no contuvo sus emociones y también derramó una que otra lágrima por su amigo. Se acercó, pretendió hacer notar sus fuertes pisadas para que el amigo tome conciencia de que ¡El Flaco! se encontraba en su casa. Al escuchar el ruido producido por unos zapatos chillones se levantó del sillón en el que se encontraba descansando –o muriendo– y murmuró:

–Al fin llegas.

–Leopoldo, estoy aquí, tu amigo ha llegado, tu hermano viene a darte la mano, tu hermano quiere vete reír.

–Eso más nunca lo verás, mi vida perdió toda su importancia, mi vida no sé si merezca seguir el camino hasta el encuentro del final de los tiempos. Pero lo importante es que una vez más mis brazos pueden cerrarse para estrecharte, una vez más mis labios se abrirán para contarte mis penas como lo hacíamos en el colegio, ¿te acuerdas? Ven, siéntate, que lo que te voy a relatar necesita de mucha calma, y, sobre todo, que no interrumpas el sufrimiento que embarga mi alma entera.

Los dos amigos se sentaron con un silencio que acentuaba aún más todo lo negativo que volaba por el derredor de los compañeros. Leopoldo encendió un cigarrillo mientras su demacrada cara hacía esfuerzos para articular las palabras necesarias, a veces, su cuerpo perdía poder y se desplomaba hasta el suelo, luego un poco más reanimado por la compañía de su amigo se restablecía y empezó su narración:

–Sabes Flaco, este momento recuerdo lo mucho que nos divertíamos cuando realizábamos aquellas tonterías que alimentaban nuestra juventud. Pero voy a recordar lo que interesa para el caso.

Me veo cortejando a mi amada Margarita, las ilusiones sentadas en un raciocino juvenil advertían que todo sería sencillo, ella iba a aceptar mi cariño rápidamente, correspondería a mi afectuoso amor, caminaríamos juntos por el patio central del colegio como gritándole al mundo nuestro romance perenne, comeríamos en aquel barcito que albergaba las inquietudes de unos muchachos soñadores, pasearíamos gritándole al mundo entero que nadie tenía derecho a vivir mejor felicidad que la nuestra, seríamos adultos, y envejeceríamos siempre juntos.

Todo era así de fácil, tú bien lo sabes Flaco, sin embargo, bastante   tuvimos que sufrir para acoplar nuestros pensamientos diferentes, nuestras vidas al principio parecían no poder ensamblarse nunca, la duda se hizo presente y todo se derrumbaba. A pesar de todo pudimos superar nuestros problemas y nos casamos.

Ese día fue el más hermoso de mi vida, la intranquilidad que experimentó mi corazón al mismo tiempo alimentaba ese amor que aquel día jurara fidelidad eterna; la iglesia marcaba un eterno compás nupcial mientras esperaba a mi novia con la tremenda necesidad de descubrir su belleza resaltada por aquel vestido blanco, símbolo de pureza; llegó, y el corazón no deseaba mantenerse tranquilo, quería acallarlo y no pude, todo era tan majestuoso, tan gallardo, tan lindo. Al oír de sus labios ese ¡sí! que marcó mi existencia hasta un infinito jolgorio, no acertaba en qué pensar, únicamente deseaba besarla y estrecharla en mis brazos y llorar, llorar mucho, llorar lágrimas de felicidad.

Después fue todo mucho más feliz, el compartir una mesa donde había amor, el dialogar de proyectos que teníamos en mente, de vez en cuando asomaba la inquietante idea de tener un hijo, el miedo y la felicidad se mezclaban por no saber qué hacer, a pesar del miedo pudo más el sincero deseo de querer asegurar nuestro idilio con un pequeño hijo.  Digo asegurar porque considerábamos a un hijo como aquel a quien debíamos entregar todo el cariño necesario para establecer una relación completa, sin que le falte nada.

Te acuerdas Flaco cuando emocionado me comuniqué contigo, la alegría me salía por los poros, lo único que acerté a decirte fue: “felicítame tonto, voy a ser padre”, y alegre me decías: “te lo dije, si tú también puedes”. La jarana armada en el fondo de este ser humano fue indescriptible. Allí aprendí a llorar las primeras lágrimas de amor por un hijo, ese momento comprendía cuando mis padres decían que el amor paternal es lo más grande sobre la tierra, aprendí a amar mucho más a mi esposa Bueno, tú comprenderás cuando seas padre.

Ya los cuidados a Margarita se hicieron evidentes: la dieta, nada de tabaco y alcohol, la ropita ancha, los overoles que tanto me encantaron para que luzca, el pasearme con una mujer que tenía más barriga que cuerpo; la veía tan hermosa, yo diría más hermosa que nunca. Pasaron los nueve meses y llegó el día.

Estaba acostado, no podía dormir, el reloj dio las tres de la madrugada cuando las primeras contracciones dolorosas se sintieron, la angustia y la felicidad al tiempo se encontraron para que reaccionara en seguida, rápidamente la ropa fue tomada, mi esposa mucho más arrebatada que yo –era la primera vez- se puso de pie y marchamos al centro donde iba a dar a luz.

Al llegar, la atención fue inmediata; la ilusión no permitía que respire con tranquilidad, se hicieron las llamadas telefónicas respectivas y en un momento llegaron mis padres y los padres de ella, todo se movía en palabras de aliento y algarabía sin fin. Mi felicidad no tenía igual, oía un pequeño lloro como de niño recién nacido, quería ir a verlo, deseaba amarlo y saltar con él, pero aquel pequeño había respirado por primera vez junto a otra señora, no era mi esposa la dueña de ese niño, me confundí, es que la ilusión no me dejaba reaccionar.

Luego de esperar algún momento miré con alegría como un galeno se acercaba hasta mí, sus ropajes llenos de sangre advertían que la lucha al fin terminó, me decían que ya era padre, que debía ir hasta donde reposaba mi esposa y besarla en la frente agradeciéndole por darme tan grande felicidad. Paso a paso se acercó el médico, preguntó por el esposo de la señora Margarita, al instante dije que era yo el que buscaba, me tomó tiernamente el brazo y dijo: “Lo siento, se presentaron muchas dificultades, hicimos todo lo humanamente posible para salir adelante, ambos, el niño y su esposa no resistieron, ambos murieron”. Diciendo esto el médico se tomó la cara y se alejó despacio, consciente de que aquella noticia me destrozaba la vida.

El resto es innecesario que te lo cuente, lo puedes imaginar sin mucho esfuerzo.

Dicho esto, Leopoldo se tendió nuevamente en el sillón al tiempo que Fernando Antonio no acertaba lo que tenía que decir, simplemente lo rodeó con su entrañable cariño, lo besó y lloraron juntos.

De pronto el llanto del sufrido amigo terminó, sus fuerzas desmayaron, sus ojos fijos; Fernando Antonio lo recostó muy bien y miró que en su cara se dibujaba una tibia y tierna sonrisa.

El temor lo llenó, abrió apresurado la mojada camisa que vestía, acercó su oído hasta el corazón. Su rostro demostró terror.

Aquellos casi insignificantes latidos habían cesado, al fin Leopoldo podía descansar. Súbitamente Fernando Antonio estalló en una carcajada diciendo: “te equivocaste una vez más Leopoldo, ahora no eres infeliz, no lo serás más nunca, ahora estás reunido con Margarita y tu tierno hijo. Disfrútalo, que esta vez es eterno.  ¡Felicidades!

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