El gato que gira su cabeza

Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Premio Jóvenes Creadores “Erick Jara Matute” 2022

Otra noche de insomnio. Según él, no sabe y nunca sabrá que concatenaciones acuden a su mente en esas horas sin luz que hacen que sus párpados se despeguen, que sus largas pestañas superiores rocen con sus pobladas cejas, que sus ojos avellana se coloquen, por momentos, en un lugar fijo para después hacer infinitos tornos en las cuencas, tal como si de un par de remolinos se tratase. Ahí, desde el lecho, contempla la impertérrita oscuridad que de a poco se esfuma mientras sus pupilas ensanchan su diámetro, así que los objetos de la habitación empiezan a parecerle conocidos. Los enceres del cuarto no han sido movidos, en lo mínimo, desde que su hija le fue arrebatada por ese maldito rejunte de azares, también conocido como vida. La cama, apenas separada de la ventana, lleva el mismo juego de mantas que aquel fatídico día; sobre un velador con raspaduras en sus bordes yace una gastada lámpara que jamás volvió a ser encendida después de que el brillo de la niña se desvaneciese entre lágrimas y sollozos; en una esquina, la que sigue en línea recta a la puerta, todavía se encuentra un enorme cajón que resguarda los que fueron los juguetes más gustados por la niña; pegado a la pared, que colinda con la envergadura de la cama, se levanta un vetusto y todopoderoso armario, herencia legítima de quien fue, en algún instante, la abuela de la niña, la madre, igual muerta, de ese desdichado caballero.

Durante las horas de sol, un gato de felpa amarillo con una franja blanca, que envuelve tanto su dorso como torso, cruzando por la nariz y la frente, pasa intransigente en medio del armario, en un sitio exclusivamente reservado para cualquier adorno o pieza importante, de mucho valor. Era este gato, o es para quienes creen en la inmortalidad de los espíritus, el trebejo favorito de la pequeña. Ella solía jugar con su inerte animal sin descanso, lo llevaba a todas partes, le hacía cumplir las funciones de su amigo, mascota e incluso consejero cuando ciertos inconvenientes agobiaban la vida de una niña que no pasó su sexta primavera, muchos menos su navidad número seis. Propiamente fue en un diciembre que la niña recibió su gato afelpado, de parte de su progenitor. La conexión fue inmediata. Cuando los ojos de la niña se cruzaron con los botones del gato, algo sucedió, como si a partir de ese segundo la niña depositara parte de sí en ese peluche y este tomara como de su propiedad a la cría. Así fue que se hicieron inseparables. Siempre se escuchaba a la niña hablar con el gato, todos asumieron que se trataba de la época de los afamados amigos imaginarios; sin embargo, al parecer, la imaginación a veces se trunca y no queda sino la espantosa, por más increíble que resulte, realidad.   

Tal vez sea el sentimiento de culpa e impotencia del padre lo que le despierta de súbito en medio de las madrugadas, cubierto de fríos sudores y empapado de lloriqueos cuando mal recostado posa en el tálamo de quien fue su hija, su amada, su consentida, su mimada, su todo. Quizá sea el anhelo de regresar en el tiempo lo que perturba su psique y obliga a sus sombríos ojos a permanecer abiertos incontables segundos que parecen eternos en las noches despiadadas, pues cuando la luna asciende, los hombres olvidan el vulgar regocijo y aparecen los miedos más profundos y las penas escondidas. Seguro es esa angustia imperecedera que rememora en el padre que, si tan solo hubiese llegado cinco o tres minutos antes a casa, el día de la desgracia, su hija estaría con vida y jamás la habría encontrado tirada convulsionando, casi sin vida, con su juguete alado, en el lumbral de la puerta siempre entreabierta de la habitación rosa que ahora tiene por huésped a un alma en perpetuo y negro luto. Piensa, el ex papá, en el sinnúmero de cuentos que hubieran ocupado sus noches, en lugar de esa sensación paralizante cada que su pesada mirada se encandila atónita en la helada madrugada. Su mente no ha podido borrar aquella escena que manifiesta a su hija tiesa, rígida, fría, blanquecina, boca arriba, con los negros cabellos alborotados, los labios púrpuras y las palmas extendidas igual que sus dedos, como pidiendo la absolución y el permiso para partir hacia mejor vida.   

Es cuando el insomnio toma posesión que ese gato de felpa se muestra como un farol en medio de la grávida oscuridad y cobra vida. El gato se incorpora en cuatro patas, moviendo su sonajero, rompiendo el infinito silencio y, de a poco, y sin cautela, se dirige hacia la puerta, justo en el sitio donde su dueña emanó su último aliento. ¡Ridículamente atractivo! El padre, hundido en la almohada, observa todo, puede jurar que mira al peluche moverse, oye sus patas y garras contra la superficie, escucha el chinesco que cuelga de su cuello e incluso apercibe un extraño aroma que mezcla la loción de su hija y ese fétido olor a lana mojada. Lo que sucede con el gato de felpa es real, no es producto de las desveladas noches, de la infame imaginación, ni de los sueños lúcidos, no ha oído sus maullidos, pero sabe que es real y que el pánico y el arrebato no le dejan si quiera moverse o parpadear.      

Cada madrugada que el insomnio se apodera de su voluntad, el gato de felpa desciende de su privilegiado puesto en el armario, para, sin ningún intento de evitar el ruido, ir a pararse en la puerta entreabierta y esperar hasta que él no le quite la mirada de encima y, entonces y solo entonces, girar su cuello, clavar su abotonada vista en la del padre a fin de lanzar una advertencia, como quien dice: ¨Papá, te observo; aquí estoy, no me he ido¨. Luego de esto, los ojos de este pobre hombre se tornan en salvajes remolinos.     

Un comentario en «El gato que gira su cabeza»

  1. Los devotos asumen que el alma de los infantes deambula hasta encontrar la paz o descanso eterno. Probablemente la pequeña busca despedirse o necesita expresar que el destino tocó a su puerta prematuramente y que su progenitor no tiene la culpa. Al final, el autor sabe la respuesta. ¡Excelente relato!

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