El camino: de Machado a Gloria Fuertes
Por: Juan Almagro Lominchar, PhD
Universidad de Almería (España)
Hace ya dos semanas que finalicé el Camino Primitivo, cuya trayectoria transita desde la ciudad de Oviedo (Asturias), hasta el municipio de Mellid (A Coruña): objetivamente, 270 kilómetros; subjetivamente, como veremos, una cifra diferente. No es mi primer camino: anteriormente, completé el Camino Portugués (Oporto-Santiago de Compostela), y, en dos ocasiones, el Camino a Fisterra (Santiago de Compostela-Fisterra-Muxía). De todos ellos recuerdo personas, situaciones más o menos complejas, momentos maravillosos –otros no tanto-, anécdotas con las que todavía me río como si fuese ayer mismo cuando sucedieron… En realidad, el camino consigue que nada ni nadie resulte indiferente. Quizá sea esa sensación de sentirte libre, de dejarlo todo en manos de la improvisación, de pernoctar cada día en un lugar diferente: en definitiva, de que sea el camino el que te recorra a ti, en lugar de tú a él. No hay que olvidar, en este sentido, que todos los caminos tienen cosas en común, pero, de la misma forma, brindan la oportunidad de disentir con el tiempo y el espacio, de vivir la experiencia de una manera alternativa a lo ya conocido.
En primer lugar, porque ese tiempo y espacio referidos, como anteriormente decía, son subjetivos: somos nosotras las que construimos los momentos y lugares por los que transitamos. Nuestras emociones marcan esa trayectoria, haciéndonos percibir lo que nos sucede diversamente. De forma paralela, porque las personas que conocemos durante el camino, hacen de él un espacio camaleónico, cambiante, heterogéneo. Y es que el camino no es sólo cada etapa recorrida, sino lo que acontece en la misma, desde que se parte de un punto para llegar a otro, más lo que viene después en ese nuevo lugar que será nuestra residencia durante unas horas, y en el que, por las circunstancias –siempre subjetivas- que sean, todo nos resulta diferente, a pesar de ser, a priori, igual que el día anterior: de la ducha hasta las cervezas de por la tarde, pasando por la elección de la litera, el lavado de la ropa o la sobremesa tras la comida con esas personas que se han convertido en la famiglia. En definitiva, como decía el bueno de Machado: al andar se hace camino.
Para quienes nos gusta esto de escribir, el camino también se convierte en un espacio idílico e idóneo para que dé fruto ese ensimismamiento del que emerge la descripción e interpretación de lo que percibimos. En mi caso, me fascina ir tomando anotaciones que describen, en mayor o menor medida, los rasgos –no sólo físicos- de algunas de las personas que voy conociendo. La idea que siempre perdura en mi cabeza es que, con ese marasmo de diversidad contenido en los renglones que van completando mi libreta, sea capaz de elaborar un relato cruzado de historias y personas, plasmando lo que veo, pero también, lo que interpreto. Y es que, cuando me paro a releer lo escrito, me doy cuenta de la escasa importancia que tiene homogeneizar y estandarizar cada descripción: el reto está en conectar esas vidas –tan diferentes- en la ficción, de la misma forma que el camino las conecta en la realidad.
Cuando comprendí –nuevamente- la enjundia que tenía la cuestión de marras, me puse a describir a los seres más cercanos y numerosos con los que me iba cruzando en cada una de las etapas: las vacas. A priori, las vacas pueden tener un comportamiento más homogéneo que los humanos, pero no es así: cada una tiene una forma distinta de pendulear el rabo, de mover acompasadamente las orejas para librarse de las fastidiosas moscas, de dirigir su hocico hacia el pasto… Además, hay vacas más grandes y más pequeñas; vacas marrones, negras, moteadas… Incluso hay vacas cuyo mugido, según dos peregrinos norteamericanos, se asemeja al bramido de un oso. En consecuencia, para evitar caer en la misma dinámica referida a los seres humanos, decidí describir a una vaca concreta: su constitución física, sus movimientos, su mugido, su mirada, etc. Supe, como en su momento hizo Gloria Fuertes, que sólo mi vaca sería y se comportaría de la forma que yo la describiría. Podría, no obstante, caer en la tentación de fijarme en otras vacas; en encontrar en ellas similitudes con la mía, pero logré superar ese tentador proceso y centrarme en mi vaca. Ahí va el resultado:
Mi vaca no me mira. No sé si hace como que no me ha visto o me ha visto y me ignora porque tiene otras cosas mejor que hacer. Por ejemplo, mi vaca mueve el rabo como si de un péndulo se tratase: lo balancea de un lado al otro del cuerpo, ininterrumpidamente, dando la sensación de marcar el tiempo. Me quedo un largo rato observando el movimiento de ese apéndice con forma de cuerda. Desde mi perspectiva, observo las moscas revolotear por encima del lomo de la vaca, cuando el rabo se acerca al lado en el que se posan. Forman una nube que parece emerger del interior de la propia vaca.
Paralelamente, la vaca menea las orejas. En este caso, el movimiento es más descoordinado: primero se mueve la izquierda, luego la derecha, luego las dos a la vez, hacia delante, hacia atrás… Interpreto que la vaca se sacude de nuevo las moscas que cubren sus fauces y que se reúnen en torno a sus ojos, como si estos fuesen dos grandes agujeros negros que van absorbiendo a los molestos insectos.
El tercer movimiento que observo de la vaca es el que realiza con la cabeza mientras la dirige hacia el pasto. Según la dentellada, el intervalo de agachar la cabeza se prolonga o disminuye. Mi vaca come durante, aproximadamente, diez minutos. En ese tiempo, el péndulo del rabo, las orejas y la cabeza realizan los mismos movimientos. Cuando termina, mi vaca levanta la cabeza. Casi me hace ruborizar, pues es la primera vez que me mira durante un tiempo que oscila entre los quince y los veinte segundos. Tiene una mirada lánguida, quizá como el resto de vacas. Mientras lo hace, sus orejas siguen moviéndose, al igual que el rabo. Después de fijarse en mí, mira en derredor, observando a las otras vacas. Someramente, también echo una ojeada. Me doy cuenta que hay penduleo de rabo, descoordinación de orejas, agitación de la cabeza en busca del alimento… Parecen vacas que se comportan igual que mi vaca. Lo son, en realidad. Sin embargo, cada una de ellas hace oscilar su propio péndulo, sus propias orejas, sus propias fauces… En ese momento, me doy cuenta de que he dejado de observar a mi vaca. Cuando vuelvo a hacerlo, descubro que el rabo se ha quedado pegado a la parte superior de su lomo. Incluso así, sigue siendo mi vaca.
La vaca (Berducedo, Asturias, 08/07/2022).
Buen camino.