Corrupción o muerte
Por: Julián Ayala Armas
Escritor y periodista. Islas Canarias
“El capitalismo se basa en la pasmosa convicción
de que los hombres más malvados cometen los
actos más malvados por el bien de todo el mundo.”
John Maynard Keynes
Aquí a cualquier mindundi se le llena la boca hablando de democracia, estado de derecho y demás gaitas, pero los que se forran siempre son los mismos, colega. No hay más que echar un vistazo a los periódicos o zapear por los noticieros de radio y televisión para comprobar quién está detrás de todos los negocios supermillonarios que se cocinan en el país: financieros, contratistas, inmobiliarios y políticos del más variado pelaje. Ningún obrero, funcionario o empleado medio, ningún padre o madre de familia de los que acaban el mes debiendo en la farmacia y en el híper del barrio, que si acaso aparecen son como víctimas y nunca como beneficiarios de algún fabuloso trapicheo. La igualdad brilla por su ausencia, amados borregos y borregas, y ya se sabe que sin igualdad la democracia es una pamplina.
Si consideramos que el deber de todos en este sistema –que salta a la vista que es el mejor de los sistemas posible– es consumir los productos que ofrece el mercado, contribuyendo así a su desarrollo y consolidación, es evidente que cuanta más ‘pasta’ podamos gastar en comprar cosas, mejores ciudadanas y ciudadanos seremos. Enriquecerse, pues, aparte de los indudables beneficios colaterales que trae consigo, pasa a ser un imperativo ético de primer orden. Pero la realidad no está hecha a la medida de tan excelso ideal. La inmensa mayoría, por más que lo intentamos con sacrificado ahínco, no pasamos en el mejor de los casos de unos niveles de medianía decepcionantes.
A grandes rasgos, los integrantes de la sociedad se han dividido tradicionalmente en dos sectores: los que trabajan y los que hacen trabajar. Los segundos han vivido siempre de los primeros (y de su evidente capacidad para embaucarlos). Los primeros, ¿qué quieren que les diga?, hacen lo que pueden, benditos míos: se organizan en sindicatos, que al cabo del tiempo se les reviran y se convierten en instituciones al servicio de los otros; crean partidos políticos revolucionarios, que o bien terminan lo mismo que los sindicatos o bien se tornan voces clamantes en el desierto; incluso a veces, en algunos lugares, parece que han conseguido dar la vuelta a la tortilla y convertir a todos –los que hacen y los que hacen hacer– en personas con igual consideración como tales… Pero hasta ahora no ha pasado de ser un espejismo.
¿Qué a dónde quiero ir a parar? Hombre, a que trabajando es materialmente imposible cumplir el objetivo moral de enriquecernos que nos pone como meta el mejor de los sistemas posible. Esto lo están corroborando con su acción ejemplarizante los grandes triunfadores que en el mundo son. Aquí tenemos un buen puñado de ellos (algunos veraneando en “Villa Candado”). ’Hombres hechos a sí mismos’ (self made man, dicen en Gringolandia donde inventaron el concepto), que ya no se contentan sólo con hacernos trabajar en sus empresas, sino que aprovechan todas las oportunidades que les ofrece el sistema para satisfacer sus voraces ansias de riqueza. Aquí, por ejemplo, usando –y abusando– de la normativa que permite que cualquier terreno de las islas en que vivo pueda convertirse en urbanizable, según la Ley del Suelo que nos ‘donó’ graciosamente Fernando Clavijo, anterior presidente del gobierno autónomo, suelen adquirir a bajo precio suelo rústico, que después, previa modificación del Plan General que sea, o mediante convenio urbanístico con la institución que corresponda, acaba convirtiéndose en parcelas urbanizables, multiplicando el valor de lo invertido.
Es lo que en argot característico de nuestro tiempo se llama “pelotazo”, que –¡diantre!– no está al alcance de cualquiera, como debía ser en una democracia que se precie. Porque estas operaciones son absolutamente ‘legales’, no se vayan ustedes a creer, pequeñas y pequeños saltamontes, y siempre que no surja algún aguafiestas que, perjudicado o dejado al margen del negocio, denuncie que en cualquiera de sus tramos –secretos y complejos– se ha cometido algún delito, como, por ejemplo, untar a un alcalde y/o a un concejal de urbanismo, “el bien común” prevalecerá siempre sobre el “terrorismo social”.
La moraleja, queridísimos hermanos, es que la corrupción no es gratuita ni casual, sino que es inherente al sistema en el que se produce y, lo que es peor, no es igualitaria, pues sólo pueden aprovecharse de ella algunos privilegiados.
Aun considerando la bondad intrínseca de sus fundamentos, debemos admitir atribulados que este sistema está democráticamente viciado. La obligación de un demócrata consecuente es, pues, reformarlo para que todos podamos sacar ‘tajada’ de él, para que todos podamos ser felizmente corruptos, disfrutar –siguiendo con el ejemplo de antes– los inmensos beneficios de la Ley del Suelo (que el actual Gobierno “progresista” de Canarias ha olvidado derogar, pese a sus promesas preelectorales), estafar impunemente al prójimo, con fruición e incluso con ánimo desinteresadamente artístico, pues ya dijo un precursor de estos tiempos decadentes que “a los pueblos no los han movido más que los poetas”(1).
Es la lucha final, camaradas, tenedor en ristre corramos a sacar los ojos a los vecinos que tranquemos en el ascensor o la escalera. Los ciegos son más fáciles de robar.
¡Corrupción o muerte!
(1) José Antonio Primo de Rivera: “Discurso de la Fundación de Falange Española”.