Con la fuerza del amor
Por: Manuel Ferrer Muñoz, PhD
España
El pasado 7 de julio, fiesta de San Fermín, Francisco Pérez, obispo de Pamplona, regresaba al Ayuntamiento después de la misa que siguió a la procesión conmemorativa del santo. Junto a él caminaban el alcalde de la ciudad y un grupo de concejales, cuando, al enfilar la calle Curia, una jauría de abertzales trató de agredirlos y, entre gritos e insultos, promovió graves altercados violentos y empezó a arrojarles cerveza. Francisco, que no perdió la calma en ningún momento, rememora lo ocurrido: “yo iba rezando el rosario, y le decía a la Virgen: ‘Son tus hijos, cuídales, haz que esto no se repita’”.
Ni que decir tiene que Geroa Bai votó en contra de la declaración de condena aprobada por la Junta de Portavoces del Ayuntamiento de Pamplona, y que EH Bildu se abstuvo. Si la violencia se ejerce contra quienes no comulgan con sus ideales, es legítima y patriótica y, por consiguiente, debe ser ensalzada, así sea con disimulo e hipocresía democráticos.
Definitivamente, los herederos de ETA perdieron alma y corazón, si alguna vez los tuvieron, por los vericuetos de la muerte y del terror. Además, la Ley de Memoria Democrática, recientemente aprobada en el Congreso de Diputados del Reino de España, banaliza el sufrimiento de las víctimas y de sus familiares durante decenas de años, en la medida en que los asesinatos de ETA pasarán a ser interpretables como de resistencia al franquismo. Y los criminales verán levantados altares en su honor.
De hecho, los homenajes que, impúdicamente, siguen tributándose a terroristas de ETA que salen de la cárcel, sin que desde el Gobierno se haga nada por impedirlos, constituyen un lastre para la convivencia democrática en el País Vasco, y son la expresión del aparente provisional triunfo de los violentos.
Pero la violencia no prevalecerá, y los designios de los violentos se estrellarán, como se estrellan las olas en la playa, como se desinfla la fuerza del huracán, como fracasó la brutalidad de energúmenos como Hitler o Stalin.
Me preguntaba hace unos meses, ante la evidencia del imperio de las fuerzas del mal, simbolizadas en ese hombre que, Thomas Hobbes, hace ¡cinco siglos! retrataba como lobo para los demás hombres: “¿qué hacer para que el hombre deje de ser un lobo para los otros hombres? Si el camino para cambiar y renovar el mundo exige el abandono de cualquier forma de violencia, queda claro que la solución no consiste en exterminar a los lobos”. En efecto, rechazado el brutal remedio de la aniquilación física de los ‘lobos’, no se requiere un alarde de memoria para recordar que la vieja receta para esa radical transformación se resume en una sola palabra: ‘amor’. Ésta es la esencia del mensaje novedoso que Cristo predicó en este mundo y que pocos hombres se han tomado en serio, pues la mayoría prefiere no enterarse: “éste es mí mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.
La cuestión es la capacidad del corazón humano para aceptar y vivir esa enseñanza, tan profunda como exigente: ¡amar hasta la muerte! La perpetuación de las guerras y de los crímenes y de los sentimientos de venganza parece indicar que esa enseñanza de Cristo se instala en el terreno de la utopía. Pero, ¿y si plantáramos cara a esos fantasmas sombríos y nos atreviéramos a adentrarnos en esa experiencia sanadora, imitando los modos divinos? (“conocerán que sois mis discípulos si os amáis recíprocamente”).
Apliquemos nuestro propósito en los círculos más cercanos -familia y amistades-, perdonando, comprendiendo, dejando atrás los rencores y los malos tratos, compartiendo penas y alegrías, deseando servir y no ser servidos. Y, poco a poco, vayamos dando pasos sucesivos para agrandar el espacio de nuestro compromiso con el amor, sin cálculos, sin fronteras, alejando de nuestros corazones el fanatismo, la intolerancia, la altanería.