Poco menos que la noche, algo más que un verso

Por: Manuel Felipe Álvarez-Galeano, PhD
Colombia

Caminar por la noche al aire libre, bajo el cielo silencioso, junto a un río de aguas tranquilas es siempre misterioso y remueve las profundidades del alma. En esos momentos estamos más cerca de nuestros orígenes, sentimos nuestra proximidad con animales y plantas, despertamos memorias de una vida primitiva, cuando aún no se habían construido casas ni ciudades y el hombre errante, sin suelo fijo, podía amar y odiar el bosque, el río y la montaña, el lobo y el azor como sus semejantes, como amigos o enemigos.

Hermann Hesse

He venido trabajando en un libro de poesía que relaciona las disoluciones emocionales de la noche, como una forma de amor propio, sin estimar que no es el desvelo el espacio más favorable para confrontarse, toda vez que en este se resguardan batallas que llevan en sus cláusulas los vicios del día y se pretende resolver en un par de horas antes de que el sueño sea más fuerte que la revelación; es un terraplén azaroso donde la reinvención es una cita, y la desnudez, una advertencia de que, después de todo, no estamos tan solos.

El hecho de que todo el mundo duerme y encontrarse el aparente silencio que rehúye al sopor estruendoso de la jornada de trabajo o estudio muestra tal beligerancia y solemnidad, que logra despertar sentidos escondidos hasta hacernos sentir amos del mundo; justamente, repica en mi tímpano, mientras escribo estas líneas, la frase de Héroes del Silencio: «He oído que la noche es toda magia y que un duende te invita a soñar» y asumo que el duende es, precisamente, el que dicta la masa soluble que se transforma en arte. La palabra llega al rescate, aunque esta sea la prisión misma; Pessoa bien lo sabía en la crudeza de su saudade.

La noche alberga el gemido de la conciencia, hasta cruzarnos con una versión no siempre definitiva de nosotros mismos; el aullido del recuerdo, que deja los mendrugos de nostalgia hasta disolver esa sensación de pérdida y recolección ontológica que nos devuelve el honor de sabernos vivos… Es el momento óptimo para escuchar lo que el bullicio cotidiano nos niega; es decir, lo que el poeta italiano Fabrizio Caramagna desnuda: «Es de noche que se percibe mejor el estruendo del corazón, el repiqueteo de la ansiedad, el murmullo del imposible y el silencio del mundo».

Empero, vale decir que la noche no necesariamente es la instancia de un mutismo absoluto, pues recoge escenarios y símbolos que están abiertos a ser leídos: perros que le cantan sus hambres a la luna; borrachos que despliegan sus penas, esperando respuestas que se condensan en el cuello de la botella o, simplemente, tratando de huir de sus vidas; chicharras que alientan músicas eternas, hasta confundirse con el paso inhóspito e imprevisto de los taxis o las ambulancias… Todo es tan salvaje y tan vivo, y qué mejor banda sonara sino «Lobo hombre en París», del grupo español La Unión, que, para no escaparnos de lo literario, se basa en el cuento «El lobo hombre», del francés Boris Vian. Todos somos Denis y buscamos perdernos con la luna llena sobre París.

Solo basta mirar La noche estrellada de Van Gogh, para comprender la dimensión colorida que puede tener este instante, resultando para nada fortuito que él lo asumiera como un lienzo más receptivo para su inigualable mezcla cromática. Es, entonces, cuando el poeta recoge las quejas del espacio y comienza a trabajar, para dejar algunos versos que serán contemplados por otros noctámbulos o por aquellos que le temen a la oscuridad.

La noche es hermana menor de la ciudad, pues solo basta mirar cuando Harry Haller, en el Lobo estepario, se recluye en el teatro que era solo para locos en Basilea y donde encontró las artes de la contemplación existencial en compañía de una de las mujeres más bellas de la literatura, Herminia o Armanda; o ese temblor de la noche bonaerense donde la bohemia se extiende en los acuñadores bulevares, como registra Borges: «No puedo caminar por los arrabales en la soledad de la noche, sin pensar que ésta nos agracia porque suprime los ociosos detalles, como el recuerdo».

Muchas veces, este momento termina convirtiéndose en un aciago inventario de lo que conmocionó en el día, y es cuando más pesa. Por eso, es mejor asumir el desvelo como una opción —siempre insólita— para reconciliarse con el yo, y entenderlo como otro que nos aconseja las hipotéticas resoluciones del miedo, como entiende Alejandra Pizarnik: «Poco sé de la noche, pero la noche parece saber de mí, y más aún, me asiste como si me quisiera, me cubre la conciencia con sus estrellas».

Es una oportunidad para recoger los significados del firmamento y convertirlos en cómplices de la suerte y la desdicha, porque es el espacio predilecto para remembrar las despedidas y eso convierte a la noche en una especie de duelo; por eso, es común que se le asocie con la muerte y es el mejor momento para la intimidad y la reafirmación del espíritu, mientras Dios intenta recitarnos las luces de su cansancio y sindicarnos, por ahí derecho, algunos pecados. No es gratuito que el momento más humano de Jesucristo fue en aquella oración que elevó al Padre en Getsemaní, entrada la madrugada, revalidando su doliente destino, no sin antes asentir el precio por pagar.

Es un espejo, en cuyos intersticios se intentan calibrar los demonios de la razón y del deseo, y terminamos arrojados a una suerte de pozo intimista donde no se resuelve nada, aunque se contemple todo; es corta en el amor, larga en el desamor, pero no queda más indulgencia ni menor resaca que la de batirnos en el amanecer, con un adiós menos en el pañuelo, y una nueva bienvenida al hastío; con un vino menos por destapar, y un poema más que se esconde en la libreta.

Son las 3:00 am, y espero que nadie venga a rescatarme de mí.

Un comentario en «Poco menos que la noche, algo más que un verso»

  1. Que importante tomar un momento para reflexionar sobre la naturaleza, el universo, el día y la noche, en el silencio dar gracias al Creador de tanta maravilla que se tiene como fuente de inspiración.

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