El hombre es culpable
Por: Manuel Ferrer Muñoz, PhD
España
Aburrido estoy de muchas cosas. Me cansa la zafiedad de tantos ambientes, sobre todo los que se respiran en el Parlamento del Ecuador y en los múltiples y descafeinados parlamentitos del Reino de España. Me fastidian el desnortamiento del Gobierno del Ecuador (incapaz de superar el tsunami que siguió a la traición de Moreno al correísmo), y del Gobierno de España, confiado al inepto, casquivano y frívolo PS (no olvidemos que Pedro Sánchez –PS- enterró al centenario y digno PSOE, Partido Socialista Obrero Español). Me molestan los cotilleos y despropósitos de las últimas generaciones de famosillos al cuarto, el afán de protagonismo de tanto trepa, el egoísmo estrecho y cerril de mundos académicos entregados a la corrupción moral e intelectual. Pero me incomoda y me carga, sobre todo, el feminismo inflamado acosador de hombres y de administraciones de justicia que olvidaron el significado de la presunción de inocencia.
El hombre es culpable, luego hay que dar preferencia en las contrataciones laborales a la mujer. ¡Y olé el principio de igualdad!
El hombre es culpable, luego la mujer puede mandar al compañero (marido, compañero, amante o paciente) al calabozo con una simple denuncia de malos tratos, aunque sea mentirosilla.
El hombre es culpable, luego puede ser chantajeado con la pérdida de la custodia de los hijos si hay cualquier diferencia de pareceres, aun después del divorcio o la separación, con la plena seguridad de que el juez (o, peor, la juez -que no la jueza- justiciero/a, como gusta decir a feministos/as) dará crédito a la mujer y apartará al marido de los hijos, conocedor de la vil condición del varón (aquí no puedo decir varona, lo siento), siempre tentado a la violación y al abuso de menores. Los hijos no importan, lo que vale es vengarse del hombre, escarmentarlo, ponerlo de rodillas.
El hombre es culpable, porque así lo determina su naturaleza, porque su ADN es agresivo y dominador.
Hasta aquí los tópicos, injustos y estúpidos como todas las generalizaciones, desarrollados en un caldo de cultivo que no podía sino generar la monstruosidad hacia la que ha derivado la versión radicalizada del feminismo.
Apenas hace unos días terminé los trabajos preliminares a la publicación de un libro que recoge la reciente historia de la población donde vivo desde hace cuatro años. Porque quise captar y transmitir incontaminada la frescura del sentir genuino que late en las memorias de las gentes del lugar, prescindí como regla general del recurso a documentación de archivo o a fuentes escritas secundarias, y aposté por la historia oral, tan adecuada para adentrarse en el relato histórico de la gente sencilla, excluida siempre de las historias de salón; y privilegié la incorporación de entrevistas con mujeres del pueblo, de modo que la recogida de noticias de ese ayer tradujera la sensibilidad femenina, tan orillada por lo general en los trabajos de reconstrucción del pasado.
Me serví también de la última recopilación de los versos de José Lucena, un poeta local fallecido hace ya unos años, conocido como ‘el poeta campesino’, cuyos escritos aportan un testimonio fehaciente de cómo discurría la vida humilde de los habitantes de esa pequeña población durante ocho décadas del siglo XX, y descubren un microcosmos donde mujeres y hombres trenzan sus vidas y protagonizan historias de amor y de furia, de amoríos y de desencuentros, de escasez y de hambre, de ilusiones y de penas. La violencia, aun presentada con sorna y mucha guasa, está omnipresente en los escritos de Lucena. Sólo a título de ejemplo recojo la brutal promesa de amor contenida en una alocada proposición de matrimonio, relatada con el mismo propósito burlesco que impregna todos sus poemas: “Yo tengo para ti, Pepa, / los palos de cuatro sillas / pa medirte las costillas / el día que nos casemos”. El matrimonio, a lo que se ve, representaba el final abrupto del falso camino de rosas de un noviazgo: como si, al formalizarse la relación entre hombre y mujer, se desvaneciera el amor, y aquél adquiriera la clara conciencia de que, como ‘cabeza de familia’, debía imponer su autoridad sobre la esposa reproductora y sometida. Obviando la intencionalidad cómica de pasajes como éste, resulta indudable que el éxito de los relatos de Lucena, muchos de los cuales eran aprendidos de memoria por sus paisanos, radica en que satirizan situaciones de la vida real, marcadas en numerosos casos por una violencia que desde nuestra perspectiva actual resulta difícil de comprender, por abominable.
Los testimonios recogidos a través de muchas mujeres mayores del pueblo corroboran ese panorama, ya sin las distorsiones divertidas que derivan del carácter caricaturesco de los escritos de Lucena. En las barras de los bares del pueblo y en sus aledaños se cocinaron auténticas tragedias: agresiones físicas, resueltas a puñetazo limpio, que a veces amenazaban con rebasar la capacidad de disuasión de la Guardia Civil; apuestas temerarias en el juego que provocaron la ruina de algunas familias; risotadas procaces y discusiones acaloradas, cuando el tema de la conversación derivaba hacia las mujeres, en un desagradable tono cuartelero que subía de punto cuando la ingesta de alcohol rebasaba los niveles de tolerancia; irracionales proyectos de venganza nacidos de ataques de celos que se ejecutaban tras el regreso al hogar en estado de embriaguez…
En verdad, la condición de la mujer a lo largo del tiempo, en países prósperos y en tierras miserables, en capitales de Estados y en pueblecitos perdidos, en todos y cada uno de los continentes, constituye toda una llamada a cortar amarras con el pasado y a sentar unas bases bien afianzadas que impidan un retorno a lo que, sin ningún género de matices, cabría calificar de pesadilla. ¿Pero justifica eso una lucha de géneros como la inútil y fallida lucha de clases que preconizó un periclitado Carlos Marx?
Dejémonos de bobadas y, entre todos, empecemos a preparar el futuro, honrando el presente, abochornados y escarmentados por los errores del pasado, sin necesidad de pasar facturas a nadie, que lo que sucedió en otros tiempos, por cercanos que sean, ya no hay quien lo arregle. ¡Nunc coepi!