La inmunidad de los famosos
Por: Manuel Ferrer Muñoz, PhD
España
Recientemente se difundió una fotografía de un famoso futbolista, ya en horas bajas por los achaques propios de la edad y de sus reiteradas lesiones, y de su pareja, una guapa colaboradora en programas de televisión de dudosa calidad, que pasaban unos días de vacaciones en Dubái y no tuvieron mejor ocurrencia que acudir a un restaurante donde la especialidad que se publicita consiste en chuletones bañados en oro de 24 quilates, al módico precio de 900 euros la pieza.
Ese demencial y enfermizo alarde de prodigalidad no fue una repentina atracción idolátrica hacia el oro, metal al que reverencia la encantadora pareja, ya sea en lingotes o en su forma más pedestre, transformado en euros o dólares, que igual da. Así, en esa misma gira solidaria y ejemplarizante, el simpático matrimonio se alojó días después en ‘Las Ventanas al Paraíso’, un resort de lujo situado en Los Cabos (Baja California, México), donde el costo de las habitaciones más baratas ronda los 1,200 euros por noche: la permanencia de una semana en tan modesta posada les habrá exigido, como mínimo, el sacrificio de distraer 8,400 eurillos de sus necesidades más apremiantes para contribuir generosamente al fomento del turismo mexicano, tan golpeado por una pandemia que se ensañó también con nuestros mayores de España, a muchos de los cuales encerramos a cal y canto en residencias para protegerlos de los peligros exteriores, condenándolos así a una muerte a la que acudirían bien acompañaditos.
Tras la publicación de la foto, no tardaron en aparecer algunos pocos comentarios indignados en las redes sociales de personas ofendidas por esos despilfarros, impropios de gente provista de la capacidad de pensar, de la que se supone dotados a la modelo y presentadora de programas televisivos y al futbolista que se bate en retirada deportiva. Pero lo extraordinario ha sido la comprensión manifestada por la mayoría de los usuarios de las redes, que invocaron la libertad como argumento para absolver a ese par de comilones de metal. “Cada cual come lo que quiera, siempre y cuando se lo pueda permitir… Cada cual se gasta su dinero en lo que quiere… El dinero es suyo”. Cuando una persona, crítica con los derroches inmoderados de la dichosa parejita, aludió a los valores éticos como guía de conducta, obtuvo la consabida respuesta: “cada persona tiene sus valores”. No hay duda: para el común de los mortales no existe un criterio de moralidad, eso debe de ser cosa de curas que desconocen el siglo en que viven; sólo es ‘malo’ lo que persigue la ley.
Conclusión: si se despenalizara el homicidio, y alguien pudiera permitirse la satisfacción de matar a tiros a su incómodo vecino, estaría en su derecho, y nadie podría recriminarle nada; cada cual mata lo que quiere. Y, si se despenalizara la eutanasia, como ya se ha despenalizado en algunos países, no se vería inconveniente la opción de acabar dulcemente con ‘vidas inútiles’; cada cual mata lo que quiere, eso sí, con amor. Asusta la catarata de aberraciones que se siguen de esa cerrazón mental, cada vez más extendida en una sociedad donde pensar por cuenta propia dejó de ser una posibilidad real ante el bombardeo de consignas y de ‘verdades’ impuestas por los medios que controlan los poderosos.
Volvamos al caso que motivó estas digresiones. Tal vez si los protagonistas de lo que gente envidiosa calificaría de despilfarro fueran el presidente ecuatoriano Guillermo Lasso, Juan Carlos I de España o el papa Francisco, por proponer sólo tres nombres, los comentarios de las redes sociales habrían adoptado otro cariz y discurrirían sobre la necesidad de sacar a la luz los trapos sucios que supuestamente se ocultan en el pasado de esas personas. Y los insultos abarrotarían los espacios de ‘libre expresión’ que toleran algunas redes sociales, y abrirían camino a una campaña ‘moralizadora’ que instara a escupir sobre aquellos espantajos
Pero los nuevos aristócratas –deportistas de élite, famosillos de la telebasura, cantamañanas del tres al cuarto- que nos alegran los aburridas jornadas que anteceden a unas vacaciones en casa, porque la inflación se comió nuestros ingresos y nuestros ahorros –si alguna vez los tuvimos-, merecen reconocimiento y admiración, pues nos muestran el camino que conduce a los despropósitos más audaces y a las estupideces más estentóreas.
Llegará el tiempo en que esos ídolos de barro caerán, como cayeron productores de cine de Hollywood, personajes de la realeza o de la ópera envidiados e idolatrados en otras épocas. Y entonces los cubriremos de salivazos, porque habremos comprendido que se les habían concedido, erróneamente, patentes de corso para hacer cuanto se les viniera en gana, por disparatadas que fueran sus actuaciones y vergonzosos sus comportamientos. Y acometeremos la búsqueda de otros dioses falsos que satisfagan nuestra irrefrenable tendencia a la idolatría.