¿Cesó la horrible noche?
Por: Manuel Felipe Álvarez-Galeano, PhD
Colombia
Hay algo que existe en los colombianos:
no perdemos la esperanza de hacerlo cada vez mejor.
Jaime Garzón
Puse el grito en el cielo por el triunfo de Gustavo Petro en las elecciones presidenciales de Colombia. Algunos amigos de otros países me quisieron bajar de la nube con su recelo a las experiencias de algunas izquierdas en América Latina y me advirtieron que, en cuatro años, verán si sigo con la misma alegría. Mi primer contraargumento fue el de la esperanza, pues estamos acostumbrados a celebrar las certezas y le quitamos el encanto a la ilusión. Si me equivoco, pues nadie me quita lo bailado.
Lo primero que me alegró fue el fin de una de las contiendas electorales más salvajes que he visto, en que una parranda de Rodolfo Hernández en Miami, por mucho que me tilden de exagerado, fue una de las navajas que más hirieron sus aspiraciones, además de su misoginia, clasismo, vulgaridad y presunciones de corrupción. Tocó las fibras insultando a la Virgen María y su imagen de viejito bonachón se fue diluyendo.
Es claro que el hecho de que, por primera vez en veinte años, el uribismo no haya llegado a carta cabal a la segunda vuelta —más allá de que su maquinaria se alió con el santandereano— fue el dictamen del cansancio colombiano que venía mostrándose desde los paros de los años anteriores. Sin embargo, quien mejor leyó el panorama y supo mostrarse como el estandarte del cambio fue el Petrotsky, quien se hizo ver sagazmente como la reencarnación de Galán, Pizarro, Gaitán y el resto de líderes alternativos que fueron asesinados camino a la Casa de Nariño.
Su mayor contendor fue el dichoso miedo a Venezuela, que es el eslabón prendido con que Lasso, Bolsonaro, Macri, etc. fundaron sus campañas para que continuemos disfrutando de las bondades del capitalismo neoliberal. En este punto es en el que más desnudo mi perplejidad, pues el país rebasó ese temor, aun siendo el que más ha afrontado el éxodo de los hermanos venezolanos. ¡Qué extraña valentía!
Los resultados mostraron que, por primera vez en la vida republicana, es elegido un gobernante de izquierda que, por más que lo ubiquen dentro del comunismo, representa ideales de liberalismo popular como fue Gaitán y la Revolución en Marcha que promulgó López Pumarejo —único reelegido del siglo XX— en los años 40. Incluso, la propuesta económica del presidente electo apunta más a un capitalismo democratizado que luche contra el fenómeno de la desigualdad en Chibchombia.
¿Por qué ganó? Simple, porque no hay mal que dure cien años —bueno, doscientos en este caso— ni pueblo que lo resista. Supo acoger el voto de opinión de las clases menos favorecidas de Bogotá y las ciudades costeñas. Entendió el malestar colectivo por el dominio y la corrupción de los clanes políticos. Acogió, sobre todo por lo que representa Francia Márquez, su fórmula vicepresidencial, el pueblo negro oprimido, los golpeados directamente por la guerra, una parte significativa del feminismo y las regiones olvidadas.
En otras palabras, albergó con inteligencia el grito de «Los nadies», de los que habla Eduardo Galeano. A esto se le suman los apoyos de los gobiernos de izquierda de América Latina y la favorabilidad del viejo Joe. El papel de los jóvenes fue vital y supieron revivir la premisa del asesinado y recordado Jaime Garzón: si los jóvenes no toman las riendas de su país, nadie va a venir a salvárselos.
La República Federal de Antioquia, mi tierrita guapa, no me sorprendió, siempre goda, uribiliever y monacal, el eje cafetero muestra avances de cambio en la consciencia política, el Pacífico —con Cali, capital de la resistencia— tomó su voz para responder masivamente a este camino que se avizora. La capital del país y la Costa Atlántica prestaron su aliento, mientras que los Santanderes dieron su apoyo a nuestro Rockefeller criollo —quien no sabía de la existencia del departamento del Vichada, donde curiosamente ganó—. En definitiva, resulta diciente que las regiones más históricamente olvidadas dieron su voto al exmilitante del M-19.
Ahora bien, Petro no es que sea santo de mi devoción, ni creo que sea el salvador de la patria; lo que me sedujo fue, primero, su propuesta medioambiental, en términos de medidas programáticas sobre el cambio climático y la protección de la Amazonía, así como la supresión de la concesiones petroleras y el fracking; segundo, en materia de educación, resulta significativa su oferta sobre la gratuidad de la educación que, espero, sepa sopesar entre la competitividad de concurrencias entre instituciones públicas y privadas; tercero, el cumplimiento de los acuerdos de paz con las FARC y la apertura a los diálogos para la desmovilización del ELN; y, en los sectores de salud y de pensiones, me parece indispensable su dinámica de trabajo para acabar con la vagabundería de la ley 100 y entender que ambos deben apostar a su acepción como derechos y no como lujos.
Concerniente a la gobernabilidad, si bien tendrá un propicio apoyo de su mayoritario apoyo en Cámara y Senado, es claro que tendrá a todos los oligopolios soplándole la nuca y una oposición voraz, lo cual tampoco hay que demonizar, pues una democracia auténtica consta de un pertinente ejercicio de la veeduría y la relación de peso y contrapeso; eso sí, no hay que tener cuatro dedos de frente para saber que ciertos grupos van a hacer hasta lo imposible para desprestigiarlo, con el apoyo de la prensa tradicional.
Esperemos que no desaproveche la confianza popular, pues en sus espaldas recae la responsabilidad del crédito insólito que ahora tiene la izquierda; por ende, el riesgo es que, si no aporta de la manera en que lo está proponiendo, es muy probable que volvamos con la cola entre las patas a rogarle a papito Uribe que nos rescate: yo me conozco a mi gente.
Dios quiera y no venga con las ínfulas de dictadorzuelo de algunos infaustos ejemplos de líderes zurdos de la región: su primer discurso como mandatario electo fue el de un demócrata genuino. El camino es promisorio, pero la oscuridad sigue larga; por ahora, quiero creer que, como dice el himno, cesó la horrible noche y que, por fin, la libertad sublime derrame las auroras de su invencible luz.