El inútil

Por: David Sequera
Venezuela

I

Sabía que debía cazarlo, de ello dependía la subsistencia de su clan en la inmensa y hostil sabana africana. Ya había devorado a varios que estaban bajo su protección. Ese diente de sable era la muerte sigilosa que lo acechaba incluso en sus pesadillas. Su liderazgo ya se ponía en duda, no bastaban sus gritos feroces de macho alfa, o esa imponente presencia australopiteco, ni sus grandes mandíbulas, o los dientes cincelados en forma de cierra, mucho menos esa cicatriz en el pronunciado pómulo, ni su gran musculatura homínida con grandes brazos que le permitía alcanzar como ninguno la copa de los árboles.

La bestia felina estaba cerca, muy cerca. Sin embargo, la poca capacidad cerebral del líder solo le permitió tomar una fuerte rama, y enfrentarlo. Detrás de él, los homínidos más jóvenes, también armados y con sus distintivos dientes en forma de cierra, lo secundaban.  Todos los demás subieron sus peludos cuerpos a los árboles, esperaban expectantes, mientras se acicalaban entre ellos, otros arrancaban pequeños frutos rojos y los devoraban mientras movían el alto follaje, como si asistieran a un espectáculo ya programado.

El felino asesino se acercó atraído por el olor a carne fresca. El líder y su horda lo esperaban ansiosos. En una mano apretaba su fuerte rama y en la otra… su cebo, un delgado homínido adolescente, que logró arrebatarle a una desesperada madre que gritaba enloquecida mientras ella untaba de excremento el frágil cuerpo del chivo expiatorio.

Un ronroneo salivante se le escucha al depredador mientras trata de elegir a su presa, al parecer la ya elegida por el líder quien, presuroso, se lo arroja al felino. Algunas hembras, cargadas de valor, tomaron a la madre aterrada y la subieron a los árboles. Eran estas hembras australopitecas muy unidas; el clan les había asignado el cuidado de los hijos y la recolección de frutos, tubérculos y plantas, labor nada fácil ya que, incluso en la noche, muchas de ellas recorrían grandes distancias guiadas tan solo por la ruta de los agujeros lumínicos que identificaban en el cielo.

Nada era al azar, el líder no le perdonaría a la madre el dejar que ese desadaptado recién llegado le hubiese querido incendiar su cueva con esas hojas resplandecientes. Parecía que todos los homínidos esperaban que el líder arrojara al felino verdugo ese despreciable aperitivo para luego lanzarse cual jauría con piedras, garrotes e improperios salvajes sobre el desprevenido devorador.

Sin embargo, no sucedió lo esperado. El felino, al oler la fetidez de la presa, sintió gran repugnancia y lanzó su furia contra uno mayor, muy parecido al líder. Clavó sus puñales blancos en la homínida de este y se lo llevó sabana arriba, dejando un rastro carmesí en el ardiente polvo.

II

La angustiada madre se soltó de sus buenas opresoras y arrojándose desde las ramas abrazó a su hijo hasta casi asfixiarlo. Una fugaz mirada de odio y dolor dejó entrever el líder mientras apretaba con furia su garrote. Sus errantes pasos se dirigieron hacia el aterrado adolescente pero la madre lo colocó detrás de su espalda. Todo el clan gritaba exasperado como disfrutando de un nuevo espectáculo con trágico final. El joven homínido tenía miedo, pero sabía que esa espalda peluda y cálida de su madre estaba con él. El líder levantó sus vengativos y fuertes puños y los arrojó a la par una y otra vez contra madre e hijo mientras evitaba ser tocado por las sucias manos de ella quien, infructuosamente trataba de proteger a su vulnerable cría.

Ya avanzada la noche, algunas del clan se acercaron con hierbas medicinales y frutas frescas hacia los cuerpos yacentes, notando, para su asombro, que se movían entre dolorosos quejidos. En la complicidad de la noche fueron llevados, con actoral disimulo, al interior de la cueva. Todos dormían. 

Muchas noches después, el líder hacía su rutina protectora dentro de la cueva, movía una gran roca que fungía como entrada principal, se apropiaba de algunas hembras, comía más frutos, tubérculos y semillas y, satisfecho, observaba a todos desde una roca mediana que sobresalía de una de las paredes de la cueva.

Desde su trono notó la presencia de sus víctimas, otrora lastimadas, arrinconadas en un recodo. La golpeada madre trata de esconderse, pero las costillas rotas, un brazo que le colgaba sin voluntad propia y su hijo, muy escondido en su regazo, lo hacen casi imposible. El líder, orgulloso de sus pasadas acciones, los observa, son fácilmente identificables, sobre todo el debilucho joven, éste tiene la cabeza un poco más grande, dientes más finos y el abdomen menos abultado que los del clan.  Todos miran, como esperando otro evento entretenido; el líder se acerca. Su imponente musculatura australopiteco le permite   levantarlo fácilmente por su miembro inferior derecho, este trata inútilmente de golpearlo; el líder lo deja caer en el frío rupestre, mientras que, de sus grandes fauces, emite un sonido despreciable que se lo repetirá solo al joven homínido en los próximos acontecimientos:

– ¡Brusca!

Todos ríen como idiotas mientras realizan movimientos rebosantes manteniendo sus lugares, otros aprovechan la distracción y arrancan a otros diminutos animalitos del denso pelaje y se los deleitan.  La madre, como puede, le indica al hijo que corra, éste no quiere, ella lo aparta. El aterrado homínido corre hacia los árboles envuelto en la oscura noche, pero el líder lo alcanza rápidamente. Todos salen de la cueva. En tono burlesco, cual liebre y tortuga, le da tiempo de que continúe su ascenso a las altas ramas, pero éste no logra asirse de una superior, y cae.

Casi todo el clan se mofa y gritan al unísono: -¡Brusca!, ¡Brusca!

El líder se acerca hasta su víctima y al ver que no se mueve, se aleja con altivez.

La madre, en su agonía, siente la humillación de su hijo. Sabe el desprecio y la terrible consecuencia que conlleva ser apodado con ese sentencioso edicto; aprieta con su brazo sano a su hijo, lo intenta acariciar y huele su mejilla. Los más jóvenes, a una rápida señal del líder, se acercan a los lastimados, escupen y orinan sobre ellos.

III

Una joven hembra australopiteco avanza solitaria bajo la lluvia; su vientre, ligeramente abultado hace más lento su andar. Largos brazos casi rozan el suelo intentando con sus débiles falanges arrancar hierbas qué llevar a su dilatada boca.

El líder había descansado sobre varias de ellas esa larga noche, ¿por qué solo a ella le ha crecido un bulto dentro de su cuerpo? -se pregunta- ¿por qué la fatiga y el hambre constante?

Sabe que no puede comer más de lo que la manada demanda. Por ello se ha alejado. Tiene miedo, siente frío, teme, inocentemente, que el líder piense que ha comido más que los otros y la golpee.

Sigue el sendero de un riachuelo mientras grandes nubes oscuras parecen perseguirla desde lo alto, no sabe lo que significa Dios como ser, pero desea que algún ente la proteja. Poco a poco el riachuelo se agranda llevando un torrente de árboles secos. Ella trata de evitarlos, pero cae. Afortunadamente se ase de uno de los troncos y con sumo esfuerzo, ingresa en la oquedad de uno de ellos. Se alejan, rumbo al norte.

Grandes truenos y borrascas permanecen ignorados en la inconsciencia de la paria homínida que ya se acerca al final del viaje. Está tirada al borde del río. Lleva sus pasos hacia un farallón rocoso donde se vislumbra un viejo árbol seco poblado por algunas aves y venados salvajes. Al lado del árbol está una caverna profunda. Con gran dolor, entra con dificultad y se recuesta de una de sus paredes. Un grito desesperante y… algo sale de intimidad, lo abraza como puede, cortando con sus dientes la cuerda que los une y vuelve a desfallecer. Al despertar, apenas logra escuchar un llanto peculiar de un hermoso ser a ella parecida, llanto que se confunde con la aparición de una raya de luz que se abre en el cielo intermitentemente. De pronto una de esas rayas luminosas cae desde lo alto y enciende el árbol. Se levantan llamaradas para ella desconocida que consumen árbol y venado. Sus brazos largos y peludos abrazan a ese ser que le lame sus abultados senos. Ambos cierran sus ojos y se entregan a una nada que podríamos llamar incertidumbre. Súbitamente un extraño y nuevo olor la despierta. Como puede, se levanta con su primogénito, salen de la caverna y se acercan al escenario chamuscado. Es allí, en medio de carbones todavía ardientes y humo aromatizado a churrasco de las carnes de un venado, que su instinto la lleva a decidirse y depredar lo nunca ingerido. Al principio quiso escupirlo, pero era tanta su hambre que decidió masticarlo suavemente… y lo ingirió. Sentía que su hambre se disipaba más rápidamente que cuando comía tubérculos y frutas. El pequeño la observaba, como queriendo comer ese trozo de carne asada, pero algo dentro de ella le sugería no darle de tragar ese extraño y rico alimento.

Poco a poco quedó satisfecha. Entró a la caverna y se recostó en una pared con su hijo quien no soltaba su seno.  Ambos se durmieron nuevamente, profundamente.

Al despertar, se sintió aterrada cuando, muy cerca de ella un hambriento venado salvaje olía el cuerpo del bebé. Rápidamente se trató de levantar apoyándose en la cóncava pared y, para su asombro, estaba parada casi verticalmente, sobre sus dos piernas, sosteniendo en alto, con ambas manos, a su cría. Toma algunas piedras cercanas a ella y las arroja hacia la bestia. Una de estas piedras choca contra la pared y produce unas chispas semejantes a las rayas luminosas. La bestia confundida sale despavorida.

Un rato después, cuando llegó la calma, tomó nuevamente una de las piedras, luego otra y las chocó entre ellas. Recordó cómo las rayas luminosas quemaban al vetusto árbol y acercando una vieja rama haría que sobre ella cayeran esas “chispas” pero no lo consiguió.  Llegó la noche y con sus dedos mallugados por las piedras se proponía a darse por vencida cuando, de repente, nacía ante sus ojos una pequeña hoja de luz.

Poco a poco, cual digna representante de una nueva especie llamada homo hábiles, mejora su habilidad para encender el fuego, así como para la caza. Con el fuego se calentaban y ahuyentaban a los peligrosos roedores que intentaban entrar en la cueva. Dio de mamar a su bebé durante innumerables estaciones hasta que este, con una pícara sonrisa, mordió su dilatado seno. Observó sus pequeños y traviesos dientes, muy diferentes a los de ella. Allí comprendió que ya podía darle de comer esos trozos asados que tanto le gustaban. 

Las noches pasaron, así como sucesivas estaciones. Las otroras débiles hierbas se habían convertido en fuertes árboles. Madre e hijo habían desarrollado un fuerte vínculo. Ella le había enseñado todo lo que sabía sobre la supervivencia, la caza, la recolección de frutos y la sanación a través de plantas medicinales, advirtiéndole sobre aquellas que provocan un sueño eterno. Vivían en plena armonía con la naturaleza, ya usaban pieles para protegerse de las inclementes heladas nocturnas, descubrieron el arte de conservar carnes y vísceras a través de la sal, así como la preparación de potajes con los frutos que recolectaban.  

Cuando llegaba la misteriosa noche ambos subían a un risco y, abrigados, él tocaba una extraña y armoniosa melodía a su madre con una flauta de hueso que él mismo hizo. Era una suave melodía que imitaba el lento andar del mamut, el siseo de la serpiente y el sereno vuelo del águila gigante. Ella, de vez en cuando lo interrumpía colocándole el dedo en las fosas nasales de este trovador prediluviano y reían.

 Así como cambiaban las estaciones la madre notaba el cambio “anormal” de su hijo, sus facciones se tornaban más delicadas que las de ella, su andar era más armonioso y, para su angustia, le gustaba caminar de manera erecta, bípeda, con su mirada hacia adelante, sin arrastrar sus manos (más pequeñas y frágiles) como los otros.

No es como yo -parecía expresar a través de sus angustiados ojos redondos color café. La verdad que el adolescente no era muy bueno en trepar a los árboles y colgarse de las ramas. Por otro lado, pensaba ella, esa extraña manera de pararse le permitía mayor altura para identificar y enfrentar los riesgos de la sabana.

Eran muy felices, pero, tanta dicha le asustaba.  Una mañana en la que ambos estaban decorando las paredes de la cueva llegó una horda invasora de forzudos primates dientes acerrados. Muy dentro de la caverna, el delgado homínido rápidamente toma la lanza de pedernal y un escudo de madera, se coloca delante de su madre quien, para su asombro lo despoja de sus armas y de su ropa, haciendo ella lo mismo. Con gran resignación y espantosa calma, acaricia el rostro de su hijo mientras lo induce a bajar la altiva mirada, encorvarse y a caminar como un viejito renco. Todos fueron llevados a la lejana cueva del líder, rumbo al sur.

IV

El adolescente Brusca, sentía que no pertenecía a esa cueva, a ese mundo. Algo no estaba bien. Sin embargo, siguiendo los consejos de su madre, permaneció en el clan. Muchas estaciones pasaron y, a pesar de los diversos roces con el líder y los salvajes jóvenes del clan, quienes obviamente lo repudiaban, se resignó. Todos los jóvenes machos australopitecos debían absoluta obediencia a su líder, más aún cuando era este quien decidía con cual y con cuantas hembras podían estos aparearse.

Cierto día todo el clan se encontraba recolectando bayas en un bosque cercano. El joven Brusca hacía lo mismo con su madre. Luego de algunas horas mientras todos subían a las altas ramas a descansar, Brusca tomó un tronco cercano y esculpiéndolo con algunas rocas de pedernal le hizo un respaldo rudimentario, luego, para sorpresa de todos, se sentó sobre su invento. El líder lo observaba, lo seguía. Se le acercó por detrás, sin saber lo que era, le arrebató el extraño tronco y lo estrelló contra el suelo. Al mirarlo con desprecio le repitió:

-¡Brusca! _para burla de todos, y golpeando su gran pecho, se alejó.

En otra ocasión, mientras arrastraban algunas piedras, Brusca ideó algo: un pequeño transporte, formado por una rueda delantera y dos soportes, El líder, dio la orden de destruirlo mientras todos se burlaban diciendo:

-Brusca!

Situaciones como estas se repitieron, nuevos inventos tales como la lámpara, una pequeña balsa, arco y flechas precedían a nuevas golpizas acompañadas del mayor insulto homínido: ¡Brusca!

Estaba decidido, Brusca se marcharía. Su madre lo apoyó, pero no quiso acompañarlo, el tiempo había pasado también para ella y no soportaría un viaje interminable hacia lo desconocido.

Esa noche Brusca debía huir, sabía a donde partiría, esa noche el líder también sabía los planes de Brusca y su madre, esa noche de luna llena.

Ya en la cueva y listo para partir, Brusca, al no ver a su madre, sale angustiado y camina más allá, cerca del río. Escucha sus gritos, algunos jóvenes del clan la molestan.

Brusca corre desesperado y la encuentra ahogándose en el río, cerca de unos arbustos. La jauría juvenil se mofa de Brusca, el plan había resultado. Todos quieren abalanzarse estrepitosamente sobre Brusca, el líder había ofertado el premio mayor para aquel que lo elimine.

Bruchsa logra esquivarlos y se lanza al río a salvar a su madre y la trae a la orilla. Todos se le acercan con grandes garrotes. Ella saca de su boca una masa verde de hierbas, toma la mitad y la coloca en la boca de su hijo. Brusca nota por vez primera que los ojos de su madre producen agua y siente lo mismo. Ambos se abrazan. El líder llega, aparta a la madre y se la lleva para ser observadores de algo atroz desde un árbol cercano. La mirada de Brusca se va desvaneciendo mientras figuras borrosas se le van acercando. El líder no aparta los ojos del espectáculo. La madre lo nota y, ya preparada, se acerca a un follaje del río donde estaba oculta una balsa, toma algo y, aprovechando la distracción del líder, lo embadurna de grasa y le prende fuego.  Entre gritos y saltos el líder pide ayuda, todos se acercan, -otra vez las hojas de luz- piensa el líder.  La madre, en pleno desconcierto, desamarra la balsa que había hecho Brusca. Como puede toma a Brusca, lo arrastra hacia la balsa y se alejan mientras la joven jauría empuja al líder a las aguas, quien, entre gritos, golpea a todos.

La madre sigue la ruta de las estrellas y llora su hijo. Sus lágrimas caen al río y siente que esta deidad también lo llora mientras navegan rumbo al norte.  Para su asombro, este despierta lentamente, mientras escupe la masa verde que tenía debajo de su lengua. Al amanecer llega al farallón de la infancia de Brusca, toma en su espalda a su hijo y alcanza el interior de la profunda caverna.

En la soledad, en la tenue oscuridad abraza a su hijo, lame sus heridas, se duerme a su lado, ya no sufrirían más, ya la caverna los hospedaría. Lo que les quedaba de vida se dedicarían a su hogar, la querida caverna.

Una noche anterior el líder y su clan realizan una danza desaforada. Esa noche comieron frutas fermentadas. Esa noche se olvidaron de cerrar la cueva. Esa noche el viejo enemigo dientes de sable sorprende, con otros sedientos depredadores, a todos los autralopitecos, desatando una carnicería hasta la salida del sol, saciando sus grandes apetitos por los homínidos.

V

Luego de varias oleadas de desdichadas migraciones humanas, un pequeño grupo de homos, él único que quedaba en la tierra, vagan perdidos, hambrientos y enfermos por la terrible sabana africana. No hay niños ni ancianos, el último de ellos los guiaría más allá, a un supuesto valle del Neander. Parece inminente la desaparición de esta extraña especie bípeda.

Grandes aves negras los vigilan desde hace días y, de vez en cuando se alimentan de alguno que cae al suelo y vuelven a la rutina de volar en círculos, esperando, siempre esperando.

Un humano de rostro flemático, pieles roídas y muy desnutridas, guía a su grupo hacía unos árboles cerca de un farallón, quiere que su tribu muera allí, no en las fauces de las mortales aves.

Al llegar todos se reúnen, y como pueden, abren con sus cadavéricas manos una fosa colectiva a los pies de un viejo árbol. Mientras cavan su tumba una mujer identifica la entrada a una caverna. Entran lentamente mientras tratan de quitarse de encima las aves de rapiña que ya los picotean.

Ya en el interior de la cueva uno de ellos descubre en una de las paredes un hachón de piedra de pedernal. Al encenderlo no podían creer lo que veían sus ojos. De las paredes y cielo de la caverna aparecían impresionantes dibujos de bisontes, ciervos y otros animales color ocre con negros contornos. Varios nichos a los lados mostraban ánforas repletas de miel, potajes, carne preservada, vasijas de diferentes semillas, y frutos secos. El homo prueba los alimentos y los distribuye entre los supervivientes. Luego de un rato, se adentran   más al fondo, encontrando una segunda cámara contentiva de bien elaborados instrumentos de caza y arado, algunos conocidos por ellos, flechas, lanzas y cuchillos con cacha de hueso y punta de pedernal, carretas, sillas y mesas de madera.  Una siguiente cámara parecía un vestier lleno de ropa y calzados de varios estilos y diseños. Al parecer, la humanidad recibía una nueva y única oportunidad de continuar la vida y, con ella, la posibilidad de engendrar a una nueva especie en las próximas oleadas. En la última cámara, la más pequeña, encontraron un par de esqueletos muy diferentes uno del otro, muy cerca uno del otro. Al lado del esqueleto más alto y delgado estaba una flauta de hueso con una escritura tallada que decía: Brusca.

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