La última campanada

Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)

Todos los días, a las seis y treinta seis de la mañana, redobla seis veces la campana situada en la torre de la iglesia. Aquel fortísimo sonido hace eco sordo en los oídos de los ancianos que, con semejante alarma, abren sus mustios ojos, día a día, en el triste asilo ubicado en un rincón olvidado del centro, todavía, colonial.

Entre campanada y campanada los viejos suelen recitar una efímera oración, amén que el tiempo les dé justo para, una vez finalizadas las vibraciones de la sexta, incorporarse lentamente y empezar la ignominiosa mañana: colocarse las mismas prendas del día anterior, desayunar a medias y salir, para hacer nada, a los fríos e inmisericordes pabellones de citada edificación. Los privilegiados que cuentan con un aposento que da miras a las calles pueden observar, desde su recóndita trinchera, cómo va el mundo de afuera; sin embargo, cataratas, queratocono, estrabismo, miopía y astigmatismo; en fin, la propia desesperanza hace que los supuestos favorecidos se despechen y se deshagan de su supuesta ventaja, alejándose, así, súbitamente, despavoridos, de la ventana: único oráculo que permite un exiguo paupérrimo contacto con el exterior.

Desde fuera de la antiquísima construcción pasan indiferentes e indóciles miles de gentes que apenas y notan que en las paredes del asilo se hayan, avejentadas, descoloridas, varias pinturas punzantes que muestran la crueldad de lo que puertas adentro sucede. Hay, pues, unas manos más arrugadas y acartonadas que papel de estudiante que tejen inmóviles la misma prenda desde hace décadas. Luego, un anciano apoyado sobre la cabecera de su catre, con los ojos lacrimosos, vestido con oropeles blancos, calvo, decaído, sufrido y unos querubines encima de su modorra, danzantes, apacibles, presagiando la hora de llevarlo a la misteriosa vida después de la muerte. Más a la derecha, seguro algún aficionado de Dalí, dejó grabados un par de relojes disueltos en el tiempo y el espacio de esos muros gigantes, sombríos, desoladores.

En ese sitio no se cumple un año más, sino uno menos. No es un día más de vida, sino uno menos. Allí, todas las horas en las que hay presencia solar son iguales tanto para los huéspedes, como para los celadores que, impávidos y ya acostumbrados a su trabajo, pasan olímpicamente de cualquier tipo de desacato protagonizado por el infortunio de algún vejete. A la sazón, hay cientos de eventos desgarradores acaecidos en las habitaciones, patios, corredores, tocadores, esquinas y recovecos que, sin importar el grado de Alzheimer, todos los recuerdan.

Jamás se borrará de las mentes seniles la atroz escena que hubo de protagonizar Eduardo, el más joven de los viejos allí guardados. Resulta que una tarde de lluvia escandalosa, Eduardo dormía plácidamente en el mueble de su alcoba cuando un grito fulminante, que se cortó de facto, llamó la lenta atención de todo el plantel. Una vez todos acudieron al lugar de los hechos, descubrieron a Eduardo balbuceando, intentando articular los más fúnebres gimoteos, pero le era imposible, pues su lengua yacía descolocada de donde se suponía debía estar. Un par de ratas rechonchas y negras jugueteaban, en el piso, con el pedazo de carne. A partir de ahí, Eduardo dejó de ser Eduardo y se convirtió en ¨El mudo¨. Claro, este mote era secreto, pues ¨El mudo¨ no podía musitar, pero sí escuchar. Pese a esto, uno que otro despistado olvidaba o confundía sus cualidades y se dirigía a Eduardo por su apodo, lo que desataba sendas golpizas de parte y parte.

Existió una tierna anciana, Margarita, un costal, siendo generosos, de huesos que apenas podía ponerse en pie. Ella había sido contorsionista en sus años juveniles. Pese a su escuálido físico, Margarita, que siempre fue extremadamente religiosa, aún podía ponerse sobre sus rodillas al momento en que sus rezos se apoderaban de sus labios. Se da cuenta que cierta noche fue hallada arrodillada en el patio central gritando letanías en latín, naturalmente, pero que las plegarias sonaban extrañas aquella velada. Los testigos, que aún tienen a su corazón bombeando, juran y re-juran haber escuchado ¨In nomine Satanas¨, en lugar de ¨In nomine patris et filii et spiritus sancti¨. También confirman que una vez Margarita concluyó sus invocaciones, su cuerpo se volvió un trompo y recordó todos los movimientos de su alocada mocedad. De tal modo, transcurrieron cuarenta y días y cuarenta noches, sin que haya fuerza alguna capaz de detenerla. Al día cuarenta y uno, Margarita falleció tras la sexta campanada de la aurora.

Pero si de algo hay que admirarse es del viejo que no puede parar de reír. Augusto llevaba encerrado más de seis años, sin recibir visita en todo ese tiempo, cuando una buena y soleada mañana una carta con su nombre arribó al asilo. Los celadores, sin saber lo que ocurriría, se la entregaron íntegra. El viejo Augusto leyó con dadivosa paciencia la epístola: una dos, tres, cuatro, cinco, seis veces. Terminada la lectura número seis, Augusto se puso en pie, partió en dos la carta y se la tragó. Acto seguido estalló en una imperecedera risa maquiavélica, una gozada demoniaca que, incluso a día de hoy, no puede ser detenida. Augusto ni siquiera toma aire entre carcajadas, es una risotada eterna. Muchos creían que Augusto correría con la suerte de Crisipo de Solos, pero qué va, él sigue riendo, ahí, aislado en una habitación del temible edificio. Bastante se ha especulado sobre el contenido de la carta, unos aseguran que recibió alguna herencia; otros, que murió su hija; y los más osados, que la misiva llegó al destinatario que no era. Sea como fuere, Augusto no puede parar de reír.

Estas y variopintas historias más se pueden narrar del asilo donde la campana suena seis veces a las seis y treinta y seis de la mañana. Lo último que se conoce de este lugar es que, precisamente hoy, mientras todos los del mundo exterior realizaban diferentes actividades, los ancianos que allí malvivían fueron vilmente asesinados. Sus cadáveres fueron encontrados -rodeados de heces, orines, sangre, pañales, píldoras, dentaduras, comidas, canas y suciedad-, cada uno, en su respectiva habitación. Se presume que todos los viejos murieron repentinamente luego del último redoble de la campana, justo después de finalizar su oración. La parte forense declaró: ¨Causa de las muertes por crimen: abandono, descuido y soledad. A todos les sorprendió la última campanada¨.

Un comentario en «La última campanada»

  1. La vejez suele estar disfrazada de la sabiduría y de la experiencia. Particularmente, la muerte transformada en salvación libera del calvario a los hombres adultos que, día a día, son condenados a vivir en la soledad y en el abandono. Aparte de ello, la indiferencia de hijos y de familia aceleran las ganas de abandonar el senil cuerpo.
    ¡Excelente texto!

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