Con la boca se paga
Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Director Colección Taller Literario, Cuenca (Ecuador)
Tres veteranas, de esas jubiladas que derrochan gracia y alta alcurnia en las céntricas callejuelas de la ciudad adoquinada, se predisponían, a la sombra de una gigante sombrilla, sentadas en bancos en los que apenas cabían, a dar el primer sorbo de café en una tarde cualquiera, de un mes cualquiera, de un año cualquiera. De pronto, entre habladurías, vaya ¨Dios¨ a saber la razón, surgió el tema, la cuestión, de referirse a los transeúntes que, sin más, pasaban ante sus miradas. Ojos que desnudan, incluso, el alma.
-Véale, pues, Teresita, a semejante cuco andando con ese hombre bien parecido. Guapote el muchacho para andar con esa greñuda, fea, longa. ¡Bah, tontera!
-Oiga, Manuelita, sorpresa que me da, ¿cómo esa negrilla va pues a pretender meterse con semejante buen mozo? Si me parece que es el hijo del doctor V… ¡Ay cuando le cuente! Hasta parece que el guambra hace adrede tremendas burralidades. Luego con tal de decir ¨perdone, mamá, perdone, papá, la fulanita está embarazada. Y ahí sí, fin¨.
-No es por nada, Florita- volvió a tomar la palabra Teresita quien era la más camandulera de las tres-, pero a su nieto le vi el otro día, nomás, en las mismas: metido gancho de una de esas poltronotas desabridas del mercado. Yo lo que le comento es porque sabe muy bien que le considero mi amiga, como de la familia, sólo mi apellido nomás le falta.
-No ha de ser nada, Teresita, ¿cómo va a creer semejante barbarie de mi último nietito? El más recatadito, bonito, tranquilito. Usted que anda viendo cosas que no son.
-Bueno, yo solo digo lo que estos ojos, buenos todavía, pese a los años, vieron esa tarde. Bueno, bueno, digamos que puede que me haya fallado la vista, pero, con todo, está que hable con su nieto el J… F……, para que, por si acaso, se deje de cosas.
-Sí, mi Teresita, eso haré- respondió complaciente, Florita, enrocando una falsa sonrisa que despistaba las bufonas miradas de sus estimadas amigas.
De este modo, juzgando a cada hombre y mujer que osaban pasar por su delante, la conversación, irremediablemente, cayó en las excelentísimas cualidades de cada uno de sus maridos. Pues, según ellas, su conducta, su proceder, su intachable moral era dignas de retratarse en mármol para luego ser repartidas, como manual, a todos los esposos de la Tierra o por lo menos a los de esa pecadora ciudad.
De este tipo eran los elogios, cada uno más alabancioso que el otro. Mientras las féminas vanagloriaban a sus hombres, por cosas que tiene el bonito azar llamado vida, aparecieron los tres caballeros ya mencionados. Iban juntos, pues resulta que también eran amigos, atravesando la misma calle en la que las señoras hubieron de apreciar abiertamente a diestra y siniestra, tras una mujercita de unos veinte y tantos. Ella: morena, baja, ventruda, de anaco, chalina, maquillaje chillón, flequillo descuidado, manos grandes, provenientes labios, desdentada. Ellos la seguían como perros que acuden a toda prisa tras el más sabroso de los huesos, así, jadeando, babeando, vociferando precios y lujos con el conspicuo propósito de comprar favores.
Luego de visto lo ya descrito, en los rostros de las doñas se grabó, por un instante, la expresión ¨haciéndose más cruces que si llevaran al diablo en la espalda¨; por fortuna la tertulia giró dramáticamente. Una de nuestras tres veteranas, seguro la más sagaz, soltó al aire un par de palabras que enrumbaron la charla para otros reflectores: ¨Parece que va a llover, ¿no? ¨
-Así ha de ser, Teresita.
-Por eso le digo, Manuelita.
-Tal cual, Florita.
Y por fin, simultáneamente, dieron el primer sorbo. Aquel café sí que tenía un sabor amargo, amargo.