Midas y Jocorocho

Por: Luis Curay Correa, Msc.
Vicerrector UETS Cuenca (Ecuador)

El rellano de la suntuosa escalinata obliga un respiro. Todo se ve muy ordenado, pulcro y de buen gusto. Los maderos pulidos y barnizados de las puertas denotan un status digno del personaje; claro, desde cuando era joven su perspicacia prometía una cantidad enorme de logros: reconocimiento social, títulos, posesiones, mucha gente a su cargo y grandes administraciones confiadas a su excelente criterio financiero. Hasta ahora todo va viento en popa; las expectativas de su gestión cobran nuevos horizontes; mientras asciendo, escucho con asombro a uno que otro adulón: ¡todo lo que toca se transforma en oro! El dintel de la enorme entrada está repujado en hierro de manera primorosa con alusiones artísticas a la bondad, la generosidad, la alegría y el amor divino. Se respira incienso por doquier. Estoy confiado de su ayuda, sé que podré apoyarme en él, no me lo negará; varias veces me ha dicho que soy su amigo, que él está para servir no para servirse de los demás, me ilusiona sobremanera la posibilidad del emprendimiento que me ronda por la cabeza desde hace ya un buen tiempo, aunque estoy solo, sé que de darse aquello podré hacer mucho bien a los que me rodean. Muchas noches se me ha escapado el sueño, lo he perdido entre las cavilaciones producidas por ese deseo enorme de progresar, de ser alguien más en la vida, de poder entender que las oportunidades se reconocen y se las aprovecha en el instante, que se las espera agazapado como cazador, silencioso como la hipocresía, continuo como la sonrisa entorchada de Midas, seguro como lo estoy de la ayuda de mi amigo. Será un proceso no tan largo como imaginé, únicamente depende de él, además se sentirá orgulloso de mí, contará, con el pecho inflamado de orgullo, cómo se debe progresar, me pondrá de ejemplo para sus trabajadores y yo le estaré eternamente agradecido.

La secretaria de Midas me recibe con una sonrisa forzada. Adiviné entre las comisuras de sus labios un cierto aire de descontrol. ¡Pero cómo puedes niña, debes agradecer la bendición enorme de trabajar a lado de este santo! Un momento, por favor, está ocupado, pero apenas pueda, lo recibe, yo le aviso, tome asiento. Las piernas me tiemblan un tanto, las sudorosas manos acomodan el medio Windsor hecho con mi corbata; me acicalo, me acomodo, me preparo. Este es el principio del éxito, por fin, después de tantos años olvidado entre ofertas y falsas promesas, me va a recibir mi amigo para augurarme mejores días. ¡Será gracias a ti, bendito!, ¡que Dios te pague por tanta generosidad! -me tranquilicé ensayando una vez más las frases de gratitud por su generosa ayuda-. El teléfono de la secretaria suena con vehemencia; sí, Señor, ya le comunico; dice que pase, que lo está esperando. Los resortes que tengo por piernas se activan al acto, agradezco con elegancia y camino, confiado, donde Midas, mi buen amigo. Sentado en una silla giratoria firmaba algunos documentos. Buenos días Midas, perdón que te interrumpa, ¿puedo pasar? Claro que sí querido, ven, estás en tu casa, ¿te pido un café? Admiro con profundo respeto su porte y su presencia: traje gris planchado con exigencia, camisa blanca de algodón, corbata roja de buen corte, zapatos negros lustrados repetidas ocasiones (no ha cambiado desde que lo conocí hace años, siempre cuidó su imagen) y medias del mismo color; su cabello era acomodado de vez en cuando, aquel mechón que se le escurría por la frente siempre recibía mayor atención y cuidados; brillaba con intensidad. ¿Y qué te trae por aquí ingrato? Pues, primero saludarte amigo, ver cómo estás y luego pedirte un gran favor. Sabía que no había nada sincero en tu visita, amigo, dime rápidamente en qué te puedo ayudar, ¿qué quieres? La mano extendida se me hizo pesada, mis gestos paralizados demostraban el esfuerzo sobrehumano que hacía al intentar comprender esas palabras. Nada amigo, solo contarte algunos proyectos que estoy seguro apoyarás con total entereza y desinterés. El cuerpo se me fue cayendo lentamente, a mi alrededor todo funcionaba como en cámara lenta, los pasos de la secretaria que tría dos tazas con café se hicieron sonoros, poderosos, suavemente tomaba asiento en la silla del recibidor; cuando Ana, la muchacha de la sonrisa forzada, pasó por mi lado me obsequió una mirada de compasión, de pena. Gracias Anita, luego la llamo para que las retire. Mira amiguito, en primer lugar, dudo que puedas hacerlo, luego, ya te he ayudado muchas veces… mientras continuaba su perorata, recordé que todo lo que había logrado siempre fue con mi sacrificio personal, las horas extras dedicadas a la empresa con el mayor de los cariños, además me encanta estar en mi trabajo, por tanto, no me has dado nada inmerecido, Midas, y lo he hecho con pasión y amor… así que lo que me cuentas, no va, ¿y a que viene esa cara de sorpresa?, sabes que lo que te digo es verdad. ¿Verdad?, ¿verdad?, aquí la única verdad es que mientras tomo el bus o el tranvía para movilizarme cuando tengo dinero, tú, Midas, enciendes el coche del año que ensalza la vanidad que te cubre el cuerpo; que cuando almuerzo mendrugos, en tu mesa están las mejores carnes, las más sabrosas ensaladas y los aderezos y postres que alguien como tú merece… ¿y por qué también no los merezco yo? Si hago lo que me pides comprometo la empresa, tú sabes muy bien que debo administrarla con mucha sensatez, en tiempos difíciles como los de ahora toca sacrificarnos todos, así es amigo, nos toca. Mientras escucho su respuesta pienso cómo le haré para ir a casa, y ya en ella, con qué platillo improvisado disiparé el hambre… ¡pobre Midas, él no tiene la culpa! ¡Cómo vas a saber de hambre si jamás la has experimentado, y si lo has hecho, lo que más peligroso resulta, es sentir que te has olvidado de ser pobre! ¡Qué vas a entender de un sueldo que no alcanza, si tienes la billetera llena de tarjetas y dinero! ¡Qué vas a conocer la desesperación de estirar el mensual y darte cuenta de que por más sacrificios que hagas, nunca acabas con sobrantes, siempre hay deudas, cubiertas unas, abiertas otras!, ¡qué vas a saber Midas si todo lo que tocas es oro! ¡No es culpa tuya, te aburguesaron rompiendo el sensible corazón que algún día conocí!

Me puse de pie con igual lentitud mientras me seguías hablando. Espera, no te resientas, lo que te digo es verdad, entiende hombre, la empresa no tiene fondos. Giré la cabeza buscando la ventana más grande, a través de ella pude observar el avance de aquella innecesaria obra en la que Midas había puesto total empeño. Al volver a sus ojos recordé las veces en que bromeábamos al son de una guitarra, los momentos en los que nos entregábamos por completo a los trabajadores de la empresa, los bailes, los chistes, pero también las jornadas extendidas de un esfuerzo notorio y sacrificado. ¡No es culpa tuya, Midas!, te deshumanizaste envuelto en oropeles. Salí agradeciendo la gentileza del recibimiento a la vez que ahogaba en mis adentros el insulto y el llanto que querían salir. No te preocupes amigo, entiendo perfectamente.

Mis zapatos rechinaban con cada paso, bajo ellos el brillo del piso devolvía mi figura. Pude observarme pobre, pero altivo; sin posibilidades económicas, pero con una sonrisa sincera; sin plata, pero con muchos amigos; sin contratos que me atan, pero con la suficiencia de mi palabra para cerrar un compromiso… Me das pena, Midas… ¡Lo único que tienes es dinero y poder!

Al retomar mi camino, ya un tanto más calmo, puedo adivinar una figura que se acerca parsimoniosamente: alto, con las manos recogidas por detrás de la cintura, vistiendo un traje gris igual de sobrio y elegante, sonrisas por doquier, saludos y manos estrechadas. Es el sucesor de Midas, me dicen; su mano derecha en todo. Claro que lo conozco, es Jocorocho; distintos nombres, mismos personajes. Al acercarse hasta el rellano de la escalinata me extiende su mano, me encuentra con cariño, es afable, muy simpático. Lo saludo con igual entusiasmo. Estoy bien Jocorocho, muchas gracias, y tú ¿cómo estás? Yo, excelente; amigo, ya sabes que estoy para servirte, en lo que pueda ayudarte me tienes a las órdenes, para colaboradores como tú no hace falta aclaratoria alguna, es más, los que somos dueños de la empresa les debemos todo el éxito disfrutado, seríamos ingratos en no reconocer eso, ¿verdad? Tuve la leve intención de contarle alguna que otra cosa, pero en el momento que iba a hacerlo, remató el discurso con una frase final a la vez que reiniciaba sus pasos: entre tú y nosotros no hacen falta papeles y firmas, la palabra y esta mano son suficientes para sellar cualquier trato. Lo detuve con fuerza, le conté, me miró con ternura de camarada; claro que sí amigo, te repito, lo que me pides ya está aprobado, no lo considero ayuda, es nuestra obligación, tienes mi palabra.

Salí del edificio con el corazón estallando de felicidad. De eso ya ha pasado más de un año. Sigo esperando la ayuda comprometida. Me niego a creer que no honrará su palabra. Pero ahora, cuando ya el hambre y la falta de dinero casi me doblegan, pienso: ¡No tienen la culpa! ¡Los deshumanizó una realidad mentirosa!… ¡Son tan pobres que lo único que tienen es dinero y poder!… ¡qué pena!

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