Bagajes
Por: Luis Curay Correa, Msc.
Vicerrector UETS Cuenca (Ecuador)
Los recuerdos son los retazos de tiempo impregnados en lo más profundo de nuestro ser. Algunos dolorosos, otros hermosos, hacen de nuestra vida, un cúmulo de situaciones especiales que van formando la experiencia; gracias a esta, hacemos frente a nuestra circunstancia de manera específica. Lo curioso es que, preparados o no, en algunos casos, los momentos se hacen eternidad. La memoria emocional tiene entonces un terreno muy fértil para, a través de sus rayos de luz, visitarnos de vez en cuando hasta arrancar de nosotros reacciones varias.
La piel erizada al escuchar una melodía que la situamos en algún momento especial, los colores de las casas que alimentaban esa tonalidad que se aloja en la esencia de barrio, que transporta hasta él con su gente, su día a día, su hermosa monotonía, volver a ver las caras de sus habitantes plagadas de sorpresa e incertidumbre; algún lugar recorrido en demasía, tal vez la banqueta del parque en que el amado dio el primer beso a su amada; los sabores de los dulces de la abuela en carnaval que nos la devuelven de manera majestuosa, su preocupación y el inmenso amor que en aquellos días no dimensionábamos del todo; la tristeza infinita cuando los padres no podían costear la merecida golosina a sus hijos, dejándolos solos con la mueca de reclamo, la lágrima de disimulo, las palabras entrecortadas queriendo explicar a los pequeños que ese helado no es tan apetitoso, que vamos a casa, que allá te preparo algo rico; las prendas de moda, sus formas caprichosas con las que sentías autoridad suficiente para ganar a todo y a todos, un príncipe, una reina, unas palabras…
En nuestro particular recorrido por la vida también hemos recibido ese pequeñísimo instante que ha sabido acompañarnos desde cuando ocurrió hasta la fecha. Me permito compartir con ustedes el encuentro con un pequeño de hace veinte y nueve años que ha marcado de manera decisiva la docencia incipiente en los noventa, y que, definitivamente, ha regado de vocación y de maravilla esta bellísima tarea de ser profesor:
Era el mes de marzo de 1992, un jueves 19 que no prometía mucho. La escuela “Santo Domingo de Guzmán” de la ciudad de Cuenca fue el escenario en el que empezábamos la tarea de forjarnos en la docencia. Fuimos profesor de sesenta y cuatro niños de seis años en el primer grado (así se estructuraba la escolaridad por aquella época). Nuestros veinte años de vida garantizaban cierta frescura en medio de compañeros que se ubicaban entre los treinta y cincuenta y cinco años de edad. Esa fecha marcaría nuestra existencia con una sonrisa, y también una vergüenza muy grande. Por ser nuevo y no muy conocido, las perspectivas de la plantilla docente eran varias; había quienes nos apoyaron de manera decisiva, sincera e incondicional, y otros, no tanto; pero allí estuvimos, en medio de un espacio nuevo que nos abría las puertas.
Las caritas tiernas de nuestros pequeñines motivaban alguna que otra iniciativa para lograr que las vocales y los números sean conocidos por ellos. Inventábamos historias fantásticas en las que la “a” era una damisela raptada por un gran dragón y que “Antonio”, el príncipe del reino de “Aquí puse y no parece”, debía rescatarla en un gran “avión”. La narración estaba respaldada por dibujos coloreados por nuestras no tan hábiles manos y que eran expuestos, según la historia los requería. La atención era total, profunda; a ratos la concentración obtenía niveles insospechados, tanto así que un golpe en algún pupitre de manera rápida y contundente, arrancaba de las infantiles voces, a ratos gritos, a ratos suspiros, a ratos sonrisas. En la columna de niños que se arrimaba junto al gran ventanal del salón de clases, estaba Wilson, un infante que venía de Machala; el “mono” le llamaban sus amigos, pero no le molestaba el mote con el que lo rotulaban, por el contrario, cuando se lo decían, lo acompañaba con gestos y sonidos que provocaban la carcajada de sus camaradas. Ese 19 preparábamos la intervención de la mañana, el saludo, la primera broma, el ambiente propicio buscado de manera incansable; todo iba dentro de la rutina, sin novedad alguna. A primera hora recibíamos la bendición cariñosa de nuestra madre, el abrazo sonoro del padre orgulloso, pues eran veinte los años cumplidos. Cuando regrese festejamos mijo, vaya pronto a que no se le haga tarde; y la memoria nos muestra a Esthela, nuestra señora madre, despidiéndonos desde la entrada de la casa, profiriendo sin recelo alguno las bellas bendiciones de las que tenemos recuerdos magníficos. ¡Ya son veinte! Y nos creíamos dueños del mundo, los dos quilómetros caminados desde el hogar hasta la escuela tenían un sabor especial aquel día, pues las salutaciones habían de prolongarse generosamente, hasta el corazón venía revestido de complacencia pues un nuevo amor ocupa gran parte de nuestra atención: una muchacha muy linda nos esperaría en la noche, y durante las clases en la Universidad del Azuay, buscaría el momento perfecto para dedicarnos el “cumpleaños feliz”.
Sí, pensamos con mayor certeza, el ser profesor fue la mejor decisión que tomamos. Los padres de familia arremolinados a la entrada de la escuela saludaban con entusiasmo, las recomendaciones por el cuidado de sus hijos en nuestras manos siempre se hacían presentes a esa hora, las contestaciones una vez finalizadas, nos indicaban el momento preciso para iniciar labores en el patio central, allí estaban todos formados y con su maestro a la cabeza, esperaban las noticias del director, para luego dirigirse a su respectivo salón. Algunos abrazos de los más cercanos por la especial fecha se dieron de manera rápida, acompañados, eso sí, por las promesas de “tomarnos” en serio ese cumpleaños. Ya en clases, Wilson se acerca sin pedir permiso, mi primera intención fue regañarlo por romper la disciplina, sin embargo, su carita de inocencia y sorpresa, contuvieron la reprimenda. Buenos días profe, escuché con el típico acento costeño que tanto nos divertía; buenos días, Wilson, le respondí de manera atenta. Luego se retiró como si alguien estaba por arrebatarle el mayor de sus tesoros, ya seguro en el “rincón del aseo” nos llamaba con la mano y a la vez indicaba con el dedo índice que hagamos silencio, extrañados y curiosos acudimos al llamado; de su vocecita ingenua salió una sola pregunta: ¿verdad que hoy es su cumpleaños?, y con una tibia sonrisa esperó expectante nuestra respuesta; sí, hoy es, dijimos también muy curiosos. El secreto cobró mayor prestancia, sus manos fueron hasta los bolsillos de su pantalón, la derecha salió en forma de puño, con la izquierda nos indicaba que hagamos palma y que guardemos el mayor de los silencios. Sobre la mano abierta colocó su puño, miraba a un lado y a otro, no quería por testigo a nadie de sus compañeros. De manera parsimoniosa abrió su puño e inmediatamente me obligó a cerrar mi mano en otro puño, igual de confidente; ¡Feliz cumple, profe!, nos dijo y se retiró hasta su asiento remarcando una y otra vez que se respete el silencio y la sorpresa. Palpamos algo semejante a un papel. Sin la experiencia necesaria, sacamos una conclusión que la bondad abofetearía en breves segundos: es un billete, claro, la mamá de Wilson envió el regalo, está clarísimo, ella es la tesorera del Comité y los papitos decidieron hacerse presentes con un regalo económico; ¿de cuánto será el regalito? Nos escondimos con igual sigilo tras el escritorio, respetando la confidencialidad, pero con la curiosidad quemándonos de ansias. Lentamente salía el puño del bolsillo con los ojos listos para develar la cuantía del festejo. Los dedos se despojaban de la dureza con la que asían el papel, la imaginación volaba intentando definir los gastos con los que íbamos a correr. Pero una vergüenza muy grande, enorme, se apoderó de todo nuestro ser. En mi palma no había billete alguno que pagara la diversión pensada; envuelto en un papelito de color azul, estaba un caramelo. Admirados y con inmensa pena por el egoísmo del que fuimos presa, dirigimos la mirada hasta el lugar de Wilson, quien respondió aún de manera más tierna, sonriendo complacido e insistiendo que guardásemos silencio con el índice de su mano izquierda.
Las palabras de Hemingway resuenan con una frescura mayúscula, llegan, si el menor remordimiento, a ubicarnos en la vida: “El secreto de la sabiduría, del poder y del conocimiento es la humildad”. Luego de algunos años de episodios como el narrado es importante reconocer que los docentes no estamos para enseñar exclusivamente, que la experiencia se vuelve nuestro mayor tesoro pero que lo falto de la misma o lo nuevo no es digno de desdeño, que el aprendizaje es participativo, y quien sabe, lejos de todo eufemismo, aprendemos más de lo que enseñamos. Abandonando un romanticismo innecesario diremos, con total franqueza, que el intento por ubicar a Wilson, luego de casi tres décadas, no termina. Hemos fracasado en las redes sociales y en averiguaciones con los que fueron sus compañeros de grado. Sin embargo, guardo en mi memoria aquel caramelo depositado en mi mano, la carita del niño y la verdadera intención del pequeño: compartir uno de sus mayores tesoros, lo que más le gustaba, con quien en algún momento consideró digno de semejante homenaje. Para nosotros, a más de la bondad de Wilson, nos queda la magnífica estampa de ese día, la inocencia de un niño, y una parte de esa vida tan frágil en la nuestra que nos acompaña siempre.
Muy hermoso, anécdotas que nos da la docencia, contarlas es volver a vivirlas.