F5
Por: Manuel Felipe Álvarez-Galeano, PhD
Colombia
Es común que cierto sector de la dichosa intelectualidad poética, sobre todo el más momificado, tienda a denigrar las redes sociales y pretender que volvamos, por poco, a la época de Cardillo. Creen que la poesía solo está en la libreta o el escritorio. También es claro que la naturaleza de las redes sociales suele ser dañina, sobre todo cuando el home nos asalta con un aguacero de publicidad, odios y noticias que enloquecen a cualquiera. Sin embargo, la literatura también encuentra en estos espacios un medio de difusión que, más allá de que es líquido y ligero, representa una oportunidad para promover el resultado del inventario de trasnochos.
Tristemente, la esencia de estos espacios se presta para el desprestigio, la adulación y una voraz competencia entre los autores, algunos de los más incipientes, que presumen la cantidad de likes, contactos y seguidores. Leí en un post que tener amigos en Facebook es como contar dinero en el Monopoly; sin embargo, no falta el loco que siempre tiene algún agrado por lo que uno publica.
Hace días, un hermano escritor peruano, ante una discusión tan fofa que ya ni recuerdo, y que no tenía nada qué ver con la literatura, me tildó casi de escritor fracasado, porque no tengo muchos seguidores en redes sociales, o, al menos, no tantos como los que él contaba en su espacio.
Yo me remití a responderle que lo que menos me importa es cuantificar groupies o que me aplaudan por lo que escribo. Tal vez, mi obra no cuenta con la calidad esperada por muchos (a mí casi ni me gusta, lo confieso); no tengo muchos lectores, es cierto. Es más: ni mi familia me lee, salvo un par de tías que me siguen viendo como prospecto o un orgullo de la casta. Incluso, mis contactos prefieren compartir frases de Marwan y Benedetti, antes que algún fragmento de mis obras. No pasa nada. Cada quien comparte y lee lo que quiera: por ser mis panas, no están obligados a leerme.
Igual, me permito decir que, si bien me gusta el reconocimiento (no lo voy a negar), yo no escribo para ser recordado, sino para arrebatarle al infortunio un pedazo de libertad, para dignificarme en el recuerdo y en el dolor, para elevar una caricia lírica en cualquier cristiano que pueda identificarse con lo que uno fabrica; para intentar revalidar la memoria de aquel pueblo en que creí nacer, ¡ah! y para que personas como él sean leídas, aunque me interese poco la cantidad de mis lectores.
Hay que rebajarle un poco a la neurastenia. He visto concursos en redes que miden el crédito de la obra por la cantidad de reacciones que tengan los escritos, y veo contactos que me piden que les regale un like en la convocatoria para ganar no sé qué cosas. ¿A qué nos lleva esto? A que la dignidad de la obra termine relegada a la banalidad y que no haya una relevancia clara de lo que se está leyendo.
Infortunadamente, esto también se presta para que la propiedad intelectual se vulnere y pierda el criterio y la sinceridad que, por lo menos, merecería un trabajo artístico. No hay filtros, sino aplausos anodinos; no hay seriedad, sino ociosidad e inmediatez. Sin embargo, no hay que desprestigiar estos escenarios de manera aventurada y generalizada, pues he visto que hay diálogos proactivos y significativos que alientan a seguir creando. No sé cuántos libros de poesía habrá leído Zuckerberg, pero nos ha invitado a determinar cómo, en este mundo globalizado, el arte tiene cabida. Yo sí creo que la poesía tiene ese encanto de adaptarse a los tiempos y espacios; merced a esto, ha logrado sobrevivir.
En definitiva, es el lector que toma su propia responsabilidad frente a lo que lee, más allá de que muchas veces envíe al caño de la ignominia lo que el autor vivió antes de firmarlo en el Word o el papel. Por ahora, le envío un beso a ese muchacho noble que sigue recolectando seguidores, y espero que su revelación sea más poderosa que sus afanes. Mientras tanto, yo sigo escribiendo, en el mismo rincón, algunas líneas que, tal vez por fortuna, serán olvidadas para siempre cuando mis contactos aprieten la tecla f5.