¿Libertad para quién?

Por: Juan Almagro Lominchar, PhD
Universidad de Almería (España)

Una de las cuestiones que más se han llevado a debate cuando hablamos del proceso de enseñanza-aprendizaje, después de poner en tela de juicio la propia formación per se de ese binomio –enseñanza-aprendizaje-, es decir, pensar que la enseñanza siempre lleva consigo un aprendizaje, es considerar lo abstracto como algo supeditado a lo concreto. La contraposición a las teorías del desarrollo evolutivo como condición sine qua non para la construcción de conocimiento, emerge de sesudas investigaciones que conceden especial relevancia a la imaginación y al hecho de aprender sobre algo que nunca se ha visto o vivido. Un ejemplo muy significativo al respecto son las niñas y niños de educación infantil, con una capacidad para poner en funcionamiento esa fantasía intelectual que les conduce a mundos pasados y lejanos, así como a pensar la Historia a partir de relatos y narraciones. Esas historias facilitan que en los esquemas mentales de las y los más pequeños se empiecen a posicionar conceptos como bondad, maldad, tolerancia, solidaridad…, y también libertad. Harina de otro costal es, posteriormente, verbalizar dichos conceptos, pues eso es algo que también nos cuesta a los adultos. No obstante, es indudable, por muy complejo que resulte definir qué es y qué no es ser tolerante, solidaria o libre, que al pensar esos conceptos todas y todos visualicemos su significado.

Sin embargo, en los tiempos que corren, hay una serie de contrafuerzas que tratan constantemente de manipular y tergiversar el contenido de la palabra libertad. El último y más reciente abuso por parte de la derecha en el Estado español ha sido el ridiculizar una campaña del Ministerio de Consumo (“Hijos del azúcar”), cuya finalidad es la concienciación social sobre los efectos de la obesidad en menores. La lamentable respuesta que ha tenido, a modo de mofa (bastante sosa, por cierto) por parte de la derecha, reclamando libertad para que nada ni nadie se entrometa en asuntos que conciernen a las familias, muestra evidencias de algo más que una guasa rancia, y nos hace mirar y analizar la cuestión de marras desde dos perspectivas.

En primer lugar, volvemos a toparnos con las viejas inercias neoliberales que suprimen cualquier intervención por parte de los poderes públicos para regular asuntos vinculados a lo sociopolítico. Desde esta perspectiva, la mano invisible de Smith en la era posmoderna –y en los pensamientos de quienes beben de la teoría neocon-, va más allá de la capacidad para regular lo económico, trascendiendo a lo personal y reivindicando, bajo el paraguas de una libertad anquilosada en los principios del capitalismo financiero y del divide y vencerás, que cada individuo sea responsable de sus actos, sin considerar el espacio social que hace que seamos lo que somos en base al entorno en el que nacemos y vivimos y a nuestros procesos de socialización e interacción en ese contexto. Dicho de otra manera y con un ejemplo muy nítido al respecto: por más que la derecha se empeñe, si se pusiesen máquinas de tabaco en los centros educativos, la decisión de fumar no sería del alumnado, aunque sean ellas y ellos quienes introduzcan las monedas para comprar una cajetilla de cigarrillos; o lo que es lo mismo: si se potencia el consumo de productos azucarados entre el público infantil y juvenil, sin que nada ni nadie regule y/o revise este asunto, la responsabilidad no recae únicamente entre quienes –¿libremente?- se comen un bollo para merendar en vez de una manzana, sino también, y principalmente, en quien fomenta y permite que eso suceda.

En relación a esto último, la otra perspectiva desde la que analizar los argumentos de escasa densidad intelectual que arroja la derecha, nos conduce, inexorablemente, al concepto de clase desde que, antaño, Marx estudió e interpretó los asuntos sociales, políticos y económicos que conciernen al ser humano.

Según el informe Aladino, publicado a finales de 2020 por parte del Ministerio de Consumo, cuatro de cada diez niñas/os de entre seis y nueve años presentan sobrepeso u obesidad infantil. Quizá el ritmo de vida que el sistema productivo actual nos obliga a llevar, ya sea para quienes forman buena parte de él o para quienes se sitúan en sus márgenes, nos conmina a no complicarnos más la vida y a buscar placeres con los que olvidar la precariedad y la incertidumbre económica. Es humanamente comprensible, en este sentido, que al llegar a casa después de un día de mierda no apetezca cenar verdura al vapor y pescado a la plancha, y que, por consiguiente, las y los más pequeños de la casa tampoco lo hagan. El glutamato monosódico y el azúcar que contiene un bote de tomate frito con salchichas baratas, las patatas de bolsa congeladas con unas croquetas de la misma clase o las natillas de chocolate, son la manera de acabar pronto con la parafernalia de la ingesta alimenticia y de seguir con ese ritmo de vida en el que la inmediatez manda, aunque sea a costa de consumir unas cuantas calorías más y unos cuantos nutrientes menos. Es evidente que las niñas y los niños engordan por diversos motivos, y este es uno de ellos, pero junto a ese hedonismo intrínseco del azúcar y sus derivados, si analizamos el precio de la cesta de la compra entenderemos una de las principales causas de la obesidad infantil: no es sólo que no apetezca el brócoli y el pescado a la plancha, dada una oferta alternativa tan suculenta en azúcares y otros ingredientes de dudosa procedencia; es que, de la misma manera, la accesibilidad a cierto tipo de producto fresco no sólo está vetada por parte de una publicidad menos relevante (véanse cuántos anuncios televisivos hay que aboguen por el consumo de frutas, verduras y hortalizas frescas y de temporada, o de pescado local), sino también porque son muchas las familias que no pueden permitirse adquirir estos productos, frente a otros más accesibles económicamente, pero al mismo tiempo, más perjudiciales. Un dato muy significativo al respecto es que la obesidad infantil afecta a más del 20% de las niñas y niños de familias con menos de 18.000 euros brutos anuales, frente a un 12% con rentas superiores a 30.000 euros. Es ahí donde tenemos una cuestión de clase que se ceba en las familias con menos rentas, y que la derecha está ridiculizando con tuits y mensajes que reivindican la libertad de elección, pero, ¿elegir entre qué opciones?; o, ¿quién tiene la capacidad para elegir libremente lo que compra o consume?

La publicidad, la pobreza y la obesidad infantil son la cara de una misma moneda que requiere ser revisada con rigor y empatía por parte de nuestras y nuestros gobernantes.

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