El lugar sin límites
Por: Marisol Cárdenas Oñate, PhD
Quito, Ecuador
“¿Dónde queda el lugar que los hombres llaman infierno?
Debajo del cielo
(…) en las entrañas de estos elementos… donde somos torturados y permanecemos siempre. (…)
El infierno no tiene límites ni queda circunscrito a un solo lugar”.
José Donoso
Las buenas películas son territorios del imaginario al que volvemos a habitar por diversas razones. Algunas lúdicas, cinéfilas, pero otras, al ver que la rueda del hámster sigue y sigue repitiendo las mismas escenas en el espejo de la realidad actual, esa que los buenos cineastas logran traducir mediante el arte de su barita de imágenes.
Los crímenes de odio a las diversidades de género, racismo, migrantes, entre otras, siguen siendo titulares, y eso cuando logran salir a la luz, como la que se difundió esta semana de lo ocurrido al joven del barrio Malasaña, que provocó la marcha del colectivo LGTBI en Madrid. Quizás la homofobia sea de los delitos aún más naturalizados. El haber llegado al siglo veintiuno no ha transformado esa lepra social. Se siguen escuchando chistes, comentarios y silencios machistas que evidencian que en el terreno de los respetos a la otredad, esa que incomoda cuando irrumpe ríspidamente los discursos del deber ser,- la heteronormatividad- sigue a flor de piel. Poco se ha conseguido en la práctica, pues los derechos humanos están colgados en la estratósfera de leyes que no llegan a calzar las complejas y variadas siluetas de la alteridad.
De ahí que regresar a obras maestras como El Lugar sin límites, película del afamado director de cine mexicano Arturo Ripstein (1977) deberían ser tareas obligatorias de arte visual societal, pues son dardos de contra pedagogía de la violencia estructural que sigue reproduciéndose sistemáticamente en la actualidad.
Por solo mencionar unas cuantas puntadas, la historia expone un diapasón de emociones complejas como son los personajes: humanos, contradictorios, no siempre coherentes. El conocido tema de la prostitución ligado a la pobreza, el ejercicio de poder del dueño del pueblo y el miedo que recorre la sangre de todos pero sobre todo de Manuela, una travesti que ofrece su espectáculo de bailarina española con singular pasión enerva los deseos encontrados de un “macho” que evidencia su homosexualidad en su deseo y su imposibilidad de asumirlo con la agresión brutal a su “objeto” del deseo. El trabajo metafórico supino de Ripstein, al final análoga el pueblo como un desierto, una arena de plaza de toros, ruedo donde se da el estocado final, a vista y paciencia de las luces de los vecinos, quienes solo miran, y no salen sino hasta cuándo se ha cometido el asesinato.
Sin embargo, el héroe y heroína es Manuela, pues bajo esos holanes rojos que ella se coloca cuando sabe el guion que le tocará ejecutar, emerge el padre que también es, y que decide dar la vida por su hija, la Japonesita, impidiendo así que el monstruo la viole, como a tantas trabajadoras sexuales que sufren todo tipo de vejaciones o falta de condiciones de salubridad y respeto en su ejercicio laboral.
La trama es contada con un potente discurso musical como La Leyenda del Beso que espejea el tabú de la historia y por otro lado energetiza a los personajes protagónicos y marca los pasodobles de solidaridad, complicidad y afectos más supinos. Manuela y la Japonesa hacen una familia diferente si, pero muy amorosa a su manera. La Japonesita es fruto de una apuesta de contrapoder, solo que el Poder como siempre al final, enviste con la mano “invisible” patriarcal, astuta y fétida de los dobles discursos. Así, raza, clase, género enchufan y desenchufan la luz de la esperanza de tantos cuerpos que exponen las marcas de violencias de todo tipo en callejones de nostalgia que muestran las heridas de los territorios subjetivos en pueblos-cuerpo, ciudades, ciberespacios. Sin embargo, y todavía hoy, con Ripstein le apostamos a uno de los bastiones de la contra hegemonía: la insurgencia de la ternura, esa que mece los sueños de los personajes en cualquier Lugar sin límites.