Los fantasmas de Cuenca
Por: Manuel Felipe Álvarez-Galeano, PhD
Colombia
¿Qué os hice yo, mujer desventurada,
que en mi rostro, traidores, escupís
de la infame calumnia la ponzoña
y así matáis a mi alma juvenil?
Dolores Veintimilla de Galindo
Cuando conocí Buenos Aires, la voz de Cerati con la «Ciudad de la furia» resonó en cada esquina que trasegaba. Desde ese momento, cada que visito alguna urbe, siento el impulso de imaginarla en otros tiempos, sobre todo cuando esta me rescata de ese deseo de huir que siempre me persigue. Me adentro en su historia oculta, como forma de agradecer; Cuenca es la que más me ha invitado a este naufragio.
Al desnudar sus calles, cuyos adoquines retratan un cuadro cubista que se acompasa amablemente con la diversidad de portones y balcones republicanos, me gusta dialogar con sus fantasmas, aquellos personajes apócrifos que parecen gritarme la necesidad de desdoblarse. Paseo con ellos, me convidan a su casa, lloro sus adioses…
Muerdo las orillas del Tomebamba y su gemido me revela el llanto de Huayna Cápac, augurando una muerte que devela el inexorable ocaso del Tawantinsuyu. Paso por Las Conceptas y se aspira el óxido de la sangre del Espadachín Zavala, aquel paladín popular que con su sable escribió un cuadro de folclórico dolor, cuando en 1779 es asesinado tras la persecución del gobernador Vallejo y Tacón, una especie de gorilita que le encantaba perseguir borrachos.
Camino por lo que es hoy la plaza de San Francisco, un triste monstruo invadido de concreto, y escucho los disparos de los 28 fusilados tras la Batalla de Verdeloma en 1820 y, treinta años después, el pregón de oposición de Dolores Veintimilla de Galindo, defendiendo la vida de Tiburcio Lucero, acusado de parricidio.
La acompaño a recoger sus corotos, cuando fue expulsada por de la casa de la señora Ordóñez, tras ser humillada en una sociedad pacata por Fray Vicente Solano, quien, incluso después de la muerte de nuestra Lolita, siguió con su saña en el diario La Escoba. Escucho sus desesperados alaridos en esa casona de tres cruces, donde vio la muerte una noche de mayo de 1857. Desde mi residencia en el parque Miguel León—también llamado parque de San Sebastián— salí muchas veces por esa plaza a charlar sobre sus pesadumbres, mientras su hijo perseguía las palomas.
Señor Seniergues, sé que su amor por su Cuisinga lo pagó con su vida, justo en este mismo parque, en lo que fue la plaza de toros; pero entiendo su abnegación, pues yo también me dejé llevar por el extraño embrujo de este lugar suspendido en un siglo que nunca existió y, sí, me enamoré…
Me transmuto a los tiempos de una incipiente Revolución Liberal, en 1887, cuando en el parque que llevaría su nombre —hoy Plaza Mayor o Parque Calderón— algunos años, Luis Vargas Torres ponía el pecho al fusil y levantaba sus ojos para elevar sus últimas líneas: «Quiera Dios que el calor de mi sangre que se derramará en el patíbulo enardezca el corazón de los buenos ecuatorianos y salven a nuestro pueblo».
El memorable Tejada Gómez nos dejó el estribillo de la nostalgia de que uno siempre vuelve a aquellos lugares donde amó la vida; sin embargo, esta ciudad apostilla que no necesario huir de los que nos enseñan a amar; a lo mejor, sin el afán de la vana posteridad, termine convirtiéndome en uno más de sus fantasmas.