Se acabó lo que se daba[1]
Por: Manuel Ferrer Muñoz, PhD
España
Termina una era. Se cerró el ciclo de las democracias, los totalitarismos, el Estado del bienestar, la libertad de los mercados, la especulación bursátil… Y nos adentramos en una nueva época histórica cuya preparación requiere rebasar los cánones anteriores: como el agricultor entierra al pie del árbol las hojas secas que se amontonan a su sombra, para abonar la tierra que le da vida, así -piadosamente- habremos de preservar lo valioso del legado histórico que recibimos, para impulsar nuevos tiempos.
Ni todo lo que poseímos hasta hoy merece el rechazo, ni puede decirse que hayamos vivido en el mejor de los mundos imaginables. La brutalidad de los totalitarismos nos ahorra cualquier reflexión sobre su catadura moral, por más que en su momento encandilaran a millones de hombres, y por más que aún perduren -disimulados- tics totalitarios de aquellos que, en nombre de la libertad, insultan a quienes discrepan de sus puntos de vista. Pero también las democracias, el Estado del bienestar, la libertad de mercados, la bolsa de valores, aupados durante más de un siglo al panteón de las divinidades, han mostrado con el tiempo flaquezas propias de simples mortales.
El tinglado actual no sólo es perecedero, como se ha evidenciado desde que estalló la crisis mundial en 2007, o, más recientemente, cuando se atribuyeron efectos catastróficos a un virus desconocido, que cambió el estilo de vida de toda la humanidad: es que, al menos en España, se ha iniciado un acelerado proceso de descomposición general. Lo que importa es que, conocidos los síntomas de ese profundo decaimiento, empecemos a estudiar soluciones.
Ya está más que cuestionado el modelo mastodóntico de la Unión Europea, que creció a base de piensos artificiales. No funciona el sistema de partidos políticos imperante en el Estado español, no se puede confiar en la otrora poderosa Seguridad Social, no hay certeza de que las demandas ciudadanas en materia de sanidad, de educación o de protección social vayan a ser satisfechas a largo plazo. Ya no hay trabajo para quien lo busca, porque nadie en su sano juicio emprende nada que suponga una lucha sin cuartel contra las infinitas burocracias castradoras del espíritu libre. Ya no hay esperanza para miles de ciudadanos cuyos sueldos están embargados y sus propiedades perdidas por el impago de hipotecas tramposas. No hay solidaridad entre unos y otros grupos sociales, ni nos importa la muerte de decenas de miles de niños inocentes en el Cuerno de África, ni la violencia de la no guerra de Afganistán, ni los desvergonzados ingresos de deportistas de élite, banqueros o políticos.
Cuando toda la miseria antes descrita ha adquirido carta de naturaleza, cuando un casi entero conjunto ciudadano desvía la mirada para no ver lo que no puede aceptar ni arreglar, cabe certificar que se ha acabado la esperanza de modificar desde dentro un estado de cosas que simplemente se halla en consunción. ¿Tiene sentido seguir velando ese cadáver?
Suele ser violento el término de una época histórica. Ni siquiera revoluciones como las industriales han sido incruentas. Ojalá que la Revolución que ya está en marcha no se lleve por delante demasiadas vidas y no acarree más horrores de los que nos han acompañado a lo largo de esta Modernidad -¿o Posmodernidad?- que nos prometieron feliz y esclarecida los alucinados por las vanas quimeras del Progreso y del advenimiento de un Hombre Nuevo.
Terminado un ciclo, otro ciclo de duración incierta nos separa de una nueva era, que reclama ya el diseño de sus ejes axiológicos. Si resulta fácil señalar la identidad negativa de lo que procede extirpar -la farsa política, la ficción del Papá Estado, las burocracias, la especulación como vía directa hacia la riqueza, los nichos de privilegios (banqueros, clase política, deportistas de élite), el dinero como fuente de poder-, mayor compromiso entraña el acuerdo sobre las bases en que ha de asentarse la nueva construcción que, en cualquier caso, pasan por el retorno a la espiritualidad, la recuperación de la trascendencia y del sentido del trabajo, el aprecio de la Naturaleza, la valoración de lo auténticamente tradicional.
[1] El texto que hoy se presenta a los lectores de La clave es la versión actualizada de un artículo que se publicó en Canarias-7 hace ya unos cuantos años. Una reciente relectura, tras el fortuito hallazgo de un viejo recorte de prensa, convenció al autor de que la prospectiva que en él se presenta conserva su validez, con ligeros ajustes de detalle, y sigue proporcionando bases útiles para una reflexión en profundidad sobre la crisis global que atravesamos.