El terruño prometido: el del mote y el mote

Por: Manuel Felipe Álvarez-Galeano, PhD
Colombia

Espacio, me has vencido. Ya sufro tu distancia.
Me abres el vago cofre de los astros perdidos
y hallo en ellos el nombre de todo lo que amé.
César Dávila Andrade

Tras visitar Ibagué, Cali y Quito, durante este nuevo periplo, voy carcomido por el frío en un autobús con dirección a Cuenca. Pese a la oscuridad, alcanzo a ver el blanco capitel del taita Cotopaxi, como talismán para contrarrestar el sopor de las grandes urbes, concentración de soledades en que el ser se nubla frente al cemento. Recuerdo el verso del poeta español Francisco Villaespesa: «Las más hermosas ciudades son sepulcros blanqueados, pudrideros de cuidados, vanidad de vanidades». Mi sueño, alentado por el murmullo del mofle, me permite callar.

Tantas veces me recomendaron esta ciudad, que yo decidí abrir mi glándula de la contemplación para perderme en una especie de terruño prometido, sin saber que me esperaría, en vez de la leche y la miel, mote y más mote. Los cuencanos creen que todo en la vida se soluciona con mote; en todo lugar lo sirven y se lo devoran, cual alpiste, con un gusto que —acepto— todavía no se me ha impregnado. Llego a las 3:30 de la madrugada y no se logra divisar mayor cosa, además que el agotamiento no me evoca mayor disposición. Llego al primer hotel que encuentro y decido descansar para ir a conocer la ciudad en la luz del día.

A las 9:00 de la mañana tomo un taxi y le pido al afable conductor que me llevé a la Estatal, donde debería averiguar los detalles logísticos de una ponencia sobre escritura creativa que estaba invitado a compartir. Me quedo dormido y, cuando abrí los ojos —sin el aliento de exagerar—, no percibo otra cosa más que el más embelesado sueño: un cristalino río de delicada música que armoniza un barranco descolgado de unas casas coloniales, que se asoman en los filos coqueteando al sol.

Esta primera imagen me invita a recordar los folletos de los hermanos testigos de Jehová, en que se ven familias conviviendo en cromáticos paisajes. El taxista me dice —creo que por una cuarta vez— que son dos dólares. Yo le cancelo, y mi boca se abre ante una inefable magnificencia que, estoy seguro, jamás se borrará de mi hipotálamo. Tal fue el hechizo, que la charla, de ser una causa, pasó a ser una excusa.

Ya debía regresar a Colombia o seguir mi camino hasta Argentina, como tenía planeado y meses después logré. Mi tía me llama, preguntando por mi retorno y yo me limito a decir que me quedaré en esta ciudad, que venimos al mundo a buscar lo maravilloso y sentí que había encontrado la oportunidad de alcanzar el más amable lugar para engendrar recuerdos. Ni siquiera me dijo que estoy loco, porque ya esa pelea ella la perdió conmigo desde muy joven.

Sí, son ya seis años en que elegí el rincón más sublime para rehacer mi pulso, para encontrarme con un famoso cantadito que parece enseñado por los primigenios Yanuncay Tomebamba, en que he respirado una paz que me avergüenzo por saber que muchos no la han logrado, en que he explorado el amor en tantas formas y desvelos, en que he encontrado la oportunidad más honrosa para seguir amando la vida. Ha sido una de las lecciones más significativas que he alcanzado: no elegimos el lugar en que nacemos, pero sí tenemos la potestad para elegir en el que renacemos.

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