El timonel
Por: Julián Ayala Armas
Novelista y periodista, Islas Canarias
Es una metáfora un poco fatigada ya, que diría Borges, pero vivir es navegar por un mar tan peligroso a veces como ese hermoso monstruo azul que estirado bajo el sol contemplo desde la ventana. A quien lo vea pacíficamente extendido entre el tiempo de la orilla y el tiempo del horizonte le será difícil imaginar que ese paisaje tan cercano al paraíso pueda trocarse en el infierno, que las olas que mansamente lamen los sillares del puerto puedan convertirse en furia destructora que arrase todo lo que encuentre a su paso. ¡Ay del navegante desprevenido que se tope con ella!
Hace algún tiempo conocí en San Sebastián de La Gomera a un viejo marino que se vio enfrentado en su juventud a una de esas circunstancias ingratas. Era timonel de un velero ya casi para el desguace en el que viajaban clandestinamente a Venezuela 171 emigrantes canarios, entre ellos una mujer. No sé por qué azarosa contingencia tuvo alguien la ocurrencia de llamarlo “Telémaco” como el hijo que Ulises no conoció hasta pasados veinte años.

La noche del 9 de agosto de 1950 partió el viejo navío de veintisiete metros de eslora y seis de manga del puerto de Valle Gran Rey con destino a La Guaira, entre rasgueos de guitarras y entonación de folías. Poco duró la alegría, pues las calmas chichas y las tormentas que las siguieron apagaron el entusiasmo de los viajeros, que vieron impotentes cómo las olas arrastraban al mar los escasos víveres y el agua potable que transportaban para su sustento.
Pero lo peor vino finales de agosto, cuando una tormenta, que cuajó en poco tiempo, sorprendió al barco en medio del Atlántico. Después de recoger apresuradamente las velas y aligerar el lastre, los tripulantes se refugiaron angustiados en la bodega y en cubierta quedó solo el timonel. Atado a la rueda para que la fuerza combinada del mar y el viento no lo arrojara por la borda, aquel navegante desesperado sorteó durante horas las olas grandes como castillos que zarandeaban la nave.
¿En qué pensaba el piloto del “Telémaco” cuando esquivaba los zarpazos del agua que amenazaban con tragarse el frágil velero? Solo en sortearlos nada más. Su cerebro, sus brazos, su fuerza, todo su ser estaban concentrados en esa tarea. Y en ella confluían también la energía de los años que había vivido y la de todos los que le quedaban por delante. Si la ola venía por la derecha giraba la rueda en esa dirección para cortarla con la proa; lo mismo al contrario. Y siempre procurando que el barco no “picara”, es decir, que el reflujo no lo hundiera en el abismo que se abría cuando se derrumbaba la montaña de agua. Y así una vez y otra y otra… Cuando por fin la tormenta amainó y fue descolgado del timón por sus compañeros estaba casi desnudo, cubierto de salitre y con los músculos anquilosados, frío como un muerto, yerto.
¿Qué fuerza le había dado el coraje necesario para resistir tan terrible prueba?
Muchos años más tarde aquel marino, tembloroso ya por la edad, me explicó con sencillez lo que de una forma más literaria exponen en alguna de sus obras no recuerdo si Joseph Conrad o Herman Melville, ambos renombrados e insignes autores de novelas sobre la mar y sus gentes. El navegante que enfrentado a una tempestad concibe el mar en todo su absoluto, se rinde casi sin luchar, anonadado e impotente ante la inmensidad de lo adverso. En cambio, si el combate no es contra el abismo entero sino contra una ola concreta, a esta sí es posible vencerla. Y a la que venga, y a la que venga después… Hasta que el gran Leviatán se amanse y el sol vuelva a brillar sobre su superficie calma.
Tomada en su conjunto, la vida puede concebirse como una enfermedad terminal, y ello está en la base de las filosofías de la angustia que convierten al hombre en un nudo de pasiones inútiles, o como una sucesión de olas —minutos, horas, días…— que podemos afrontar de manera autónoma, exprimiendo de ellas el placer y la felicidad posibles y resistiendo al mismo tiempo los embates de la malaventura. Aunque no sepamos hasta dónde —y lo mejor sería que no llegáramos a saberlo nunca— el timonel que todos llevamos dentro es capaz de alargar los límites de su propia resistencia, cuando el deseo esencial de la propia supervivencia se sobrepone a los avatares de la desdicha. La voluntad primigenia de resistir, tal vez inconsciente, casi animal a veces, puede superar cualquier prueba que la adversidad nos depare.
Con esa disposición de espíritu, todas las olas que nos amenacen pueden esquivarse…, salvo la última, la que nos coja sin ánimos ni esperanza para reaccionar. Mientras tanto, la satisfacción de sortearlas es uno de los placeres efímeros, pero a veces intensos, que nos pueden brindar la vida y el mar.
