Mientras dura el deleite (Un poema en prosa)
Por: Julián Ayala Armas
Escritor y periodista, Islas Canarias
El otro día abrí el periódico casualmente por la página de las esquelas y, ya puestos, la miré para ver si estaba la mía, pero no la vi. No hay que dejar pasar los grandes acontecimientos, así que hoy, para celebrarlo, he invitado a comer a un escogido grupo de amigas y amigos (todos vacunados ya contra la Covid), con los que tengo en común, entre otras muchas cosas, que tampoco sus esquelas han aparecido estos días en los periódicos.
A estas alturas y en los tiempos que corren es casi un milagro seguir teniendo en su sitio y a pleno funcionamiento los órganos que nos permiten disfrutar el placer de unos alimentos, cuya principal sazón es la amistad. Hemos pasado estos meses caminando sobre las aguas procelosas de la pandemia —como Cristo sobre las del lago de Tiberíades— sin apenas mojarnos los pies, y hemos llegado a este día sin que el carro de un niñato inflado de anfetaminas, el avatar de un navajazo a la puerta de una discoteca, la bomba vengadora de un fanático, el misil preventivo de un defensor de la libertad, o cualquier otra tesitura letal de las que hoy acechan cotidianamente a los mortales nos haya convertido en polvo de la historia. El azar es un dios arbitrario y las vicisitudes de su forzoso matrimonio con la necesidad convierten en una cuestión inútil formularse preguntas acerca de sus designios. Las cosas pasan y ese pasar forma parte de su propia esencia.
“Mientras dura el deleite no se envejece”, dice un refrán que supera la grosera obviedad del género. No sabemos si nos quedan muchos o pocos atardeceres que contemplar a través de una copa de oporto, pero en este la luz del sol es de un oro rojizo y si nos concentramos en uno de los rayos que se filtran por el emparrado y logramos fundir lo que acontece alrededor —la charla rumorosa de los amigos, el aroma cálido del café, el tintineo de las copas al chocar con otras, el sonido del agua al escanciarse, el piar del verdecillo en el jardín— con ese oro que arde en el crepúsculo, quizá podamos atrapar un instante de eternidad. Al margen de ideologías pomposamente trascendentales y para no amargarnos más de lo estrictamente necesario, hay que vivir la vida como una sucesión de pequeños y breves placeres, sabiendo que constituyen un fin en sí mismos y que no hay nada más allá que merezca la pena. Excepto el esfuerzo por extender esos goces al mayor número de personas posible.
Al igual que Aquiles nunca alcanza a la tortuga, la muerte nunca nos alcanzará mientras vivamos. Mientras dura la vida somos inmortales y, si bien es imposible —y nada saludable intentarlo— vivir cada minuto como si fuera el último, sí podemos en la sucesión anodina de minutos que es el acontecer humano, dedicar algunos de ellos al goce bien llevado de sensaciones a nuestro alcance: la lectura solitaria de un libro (Pessoa, por ejemplo: “La flor que eres, no la que me das, deseo”), una amena, larga y sosegada sobremesa, amanecer en el mar frente a una desconocida isla azulada, un paseo vespertino por el parque, el olor del café por las mañanas, las risas y juegos de los niños del piso de al lado, la felicidad de tu perro cuando regresas a casa, el allegro vivace de la sinfonía Júpiter de Mozart, el perfume del jazmín y el estefanote las noches del verano como esta… La lista es interminable y cada uno de nosotros puede hacer una a su medida, la medida de su felicidad concreta y efímera como la plenitud de la rosa.
Y otra vez Pessoa: “cojo la rosa porque la suerte manda. / Marchita la guardo, mústiese conmigo…”.