El peso de los tacones: Breve relato
Por: Mateo Sebastián Silva Buestán
Estudiante universitario, Cuenca (Ecuador).
Una imagen bastante grotesca y fuerte acude a su mente de tarde en tarde. Érase pues uno de esos fríos atardeceres en los que el viento soplaba fuerte mientras el escaso ocaso se pone y la perene oscuridad entra en los adormecidos transeúntes…
Vivía Él, Ella atravesada por un moribundo río, alumbrada por luz de vela, sobre y bajo el gélido concreto, cercada de roedores así como demás animalejos cuya presencia se había convertido en una entrañable compañía. Por sobre su ¨techo¨ pasaban indiferentes las gentes, el tiempo, el mundo.
La vida, por ocasiones, magulla sin piedad a sus hijos. Estos nacen malditos, inmersos en una espesa atmósfera de pobreza y pusilanimidad absoluta. La congoja es intrínseca a su existencia, por lo que el desenfreno plus excesos se presentan atractivos, cual bella dama, ante sus ojos.
Nacido macho en el seno y vientre de la total putrefacción del lado de la sociedad marginada. Triste puerilidad ceñida por el abandono, el dulzón olor a solución, restos de comida en basureros, exiguas limosnas, miradas de pena, contemplaciones piadosas que en realidad enmascaraban el odio y la aporofobia. Su juventud temprana inició con ese soez acto de sometimiento por la fuerza para la satisfacción de otros; sin más, una cruel violación múltiple que marcaría lo que le quedaba en esta Tierra. Creció escuálido, famélico, hambriento, sediento, atestado de alcohol, miseria, repleto de sinsentidos, ahíto de lágrimas. Sus ideas, sus pensamientos nunca lograron despegar, todos abortaron el vuelo con cada sorbo e inhalación.
El recuerdo de su progenitora, mujer de vida airada, carcomía su ser, aniquilaba su alma, lo dejaba vacío, inhospitable corazón. Hijo de una sola madre, pero de padres cientos. Una noche, a las afueras de aquellos sucios hostales que cumplen como lupanares y son epicentros de contagios varios, Él -hasta entonces- con cuchilla en mano, desnudo, miembro erecto, sobrepasado en sustancias: corte limpio, sin dolor, no hay quejidos ni remordimientos, solamente fiebre y auto curación. Partió, después, de esos lares llevando consigo nada más que sus penurias, su desgracia y un par de tacones de clavo que eran el distintivo de esa fémina -su madre- que ya había muerto, víctima de la enfermedad causada por la promiscuidad.
Así lo había decidido: ya no era más Él; ahora, quería ser La y así fue. Sus formas naturales mostraban claramente el vano intento por asemejarse a una de ellas, aunque su aguzado aspecto confundía a los muy frecuentes clientes que la visitaban, sobre todo por la lobreguez del lugar en donde ejercía el oficio más antiguo de la historia. Allí mismo vivía y allí mismo trabajaba. Era ese lugar, situado en los altos de un río seco, pero bajo las pisadas de los que cruzan de un extremo a otro. Adentro, aroma a sangre, heces, orines, sexo. Sobre el paupérrimo catre: agujas, cucharas, encendedores, drogas. Cuatro coloridos, pero resquebrajados vestidos, además del color chillón de los tacones adornaban el sitio y enviciaban a los visitantes que concurrían en aras de experimentar lo prohibido, de dar rienda suelta a sus instintos, de pasar un momento ameno golpeando, mordiendo, sintiendo, gritando, gimiendo, riendo, llorando.
Tal actividad, escandalosa sin duda, Ella la supo llevar con la mayor discreción posible. No sentía placer, no lo hacía por necesidad, ni siquiera para tener algo que comer; simplemente, era ponerse sobre esos tacones y aceptar la decadencia de su existencia, es decir, el peso de la vida. Su macilento y demacrado rostro, cubierto con pintura desordenada, hacía una perfecta antítesis con lo grácil de su interior.
Cierta tarde, ya cuando el sol se escondía y un fuerte siroco, no Mediterráneo más bien de los Andes -viento frío- estremecía la ciudad, Ella aguardaba fuera de su guarida al primer cliente de la tarde-noche. Llegó el hombre, era alto, fornido, depravado, parecía colérico y sanguíneo. Entraron. Ya en el acto, aquel tipo, saca de su bolsillo una cuchilla y, ferozmente, arremete contra lo que quedaba de la humanidad de Ella. Esta vez sí que sintió dolor, hubo quejidos y gritos de desesperación. El sujeto huyó. Mientras se desangraba, a su memoria acudían recuerdos, todos era melancólicos, ni si quiera un momento de felicidad. Ya en agonía, con el maquillaje corrido y los tacones destrozados, esbozó una sonrisa que ponía fin a su efímera e insignificante vida.
No fue sino después de varios días que se empezó a sospechar de la inusual hediondez de la corriente del río. Era de suponerlo, la fetidez del cuerpo en descomposición hostiga mucho más que la peste de agua sucia que roza con las piedras. A la mañana siguiente, ese periódico sensacionalista, poco profesional y vulgar pondría en el titular de primera plana, con letras rojas: ¨Buscona masacrada es hallada sin vida bajo el puente¨.