¿Y quién te rescata de ti mismo?
Por: Manuel Felipe Álvarez Galeano, PhD
Poeta y literato, Colombia
“No hay cosa que embriague tanto como esa perturbación del espíritu,
la tristeza, que arrastra al hombre hasta la muerte misma“.
San Gerónimo.
En un mundo cada vez más mercantilizado, donde las relaciones se configuran progresivamente a partir de la competitividad y, por ende, se asumen más salvajes, hay una clara definición de ser predador o presa; en el caso del primero, el precio por fijarse los diversos rostros del poder hace que se disminuya la relevancia del otro, que, infortunadamente, tiende a dos opciones fatídicas: tratar de imponerse o meramente subyugarse. Habrá otros, a lo mejor, con gran iluminación de la sensatez, que logran la armonía y el discernimiento, para no participar en el estado salvaje. Bauman, en su develador libro Vida líquida, precisamente menciona que el consumismo ha permeado, la individualidad, ha emplasticado la vida, y se concluye que es necesario escaparse hacia una auto-reinvención para no perecer.
En la segunda esfera, se encuentran las presas de la realidad, aquellas que, como dice Galeano, son las más vulnerables, diferente a los primeros, que, según él, carecen de la glándula de la conciencia y es la que atormenta en las noches. Lo triste es que se enfrentan al juicio constante y sofismas mórbidos como el de “usted sufre porque quiere”, como si la vida la determinara la lámpara mágica.
No, el depresivo no sufre porque quiere, simplemente no cuenta con la buenaventura de desentrañar las máscaras de la felicidad. Es atrevido porque se niega a ponérsela y prefiere sacrificar esa “inteligencia emocional” de la que habla Goleman, con la intención de hallar respuestas. Pero no, tristemente, se le va la vida sin encontrarlas y se pierde el regalo indisoluble de la contemplación, aquella que nos rescata, inclusive, de lo que somos. Rebusca inoficiosamente entre máximas y postulados, cuando, en realidad, cada individuo es un mundo en sí que tiene sus propias preguntas.
La depresión es un flagelo sordo y doblemente cruel, porque no solo se debe lidiar con las agonías inexplicables del ser y del estar, sino tratar de adaptarse a un mundo que solo parece apto para personas que buscan remedos de felicidad, como si esta fuera un puerto; el depresivo no la busca, simplemente trata de no perecer en la jungla de un mundo inhumano que, además de desconocerlo, lo rechaza. Genera fastidio, porque no puede ser “cool”, ni chévere, ni nada de esas cosas porque está lo suficientemente ocupado en su mundo desdibujado, como para tratar de comprender o ubicarse en los mismos códigos que lo niegan y lo reducen.

Genera fastidio porque no es consciente de que debe llevar su cruz y no dársela a nadie, porque todos ya llevamos una cruz, como dice una cumbia guapachosa. Y no es culpa de los otros; es simplemente que no cuenta con las herramientas, o no sabe tomarlas, para regirse a lo sistemático o ser “buena onda”. Se cree que es frágil, pero no saben la valentía que, sin vítores ni aplausos, aplica para sobrevivir… sí, sobrevivir, porque hasta vivir le cuesta, le pesa, como la piedra de Sísifo, como un marasmo nauseabundo en que desnuda su autoflagelación.
Ahora bien, ¿qué lugar ocupa su entorno en sus convulsiones? Uno de los mayores abismos es la indiferencia, pero es una moneda de doble cara, porque, cuando la presencia y el acompañamiento implican el señalamiento y el daño, la misma indiferencia resulta un beneficio. Cuando, por fin, saca fuerzas para subir a la cumbre del abismo, a veces se encuentra con quienes lo patean o le lanzan piedras en vez del lazo.
Es sublime pensar que, como menciona Pepe Mujica, “por muy jodido que estés, siempre tenés algo para dar” y lo que más da es la revelación, ese combativo discurso en la línea entre la vida y la muerte de la que habla Cioran. El depresivo es un arcano que se esconde en las sienes de un infausto olvido y de este lograr rescatarse, aun sin saber los motivos, simplemente levantarse de la cama supone una victoria, inventarse cualquier aforismo, cualquier cálida remembranza para resignificar el hecho de estar vivo; lo malo es que no siempre lo reconoce.
Hay que recordarle que la vida no es una obligación sino un regalo y una oportunidad constante, que las marañas del pensamiento suelen ser engañosas, que hay afirmaciones que suelen ser espejismos. No hay que juzgarlo, simplemente no atacarlo; ni siquiera hay siempre que consolarlo, simplemente sentársele al lado y mirar las palomas o hacer ranas con las piedras, todo dentro del encantador lenguaje de lo simple; no hay que darle respuestas, simplemente escuchar, incluso lo que calla.