Lo demás es silencio
Por: Julián Ayala Armas
Escritor y periodista, Islas Canarias
“Dum loquimur, fugerit invida aetas” (*)
(Horacio, Carmina I, XI)
Algunos pretenden hacer del deseo de inmutabilidad un anclaje seguro contra el desamor del tiempo, y se aferran a él con una patética voluntad de permanencia en un mundo en constante transformación, donde al “nada es, todo cambia” de los antiguos se sobrepone la realidad de que todo es precisamente porque cambia.
¿Quién no ha deseado alguna vez que el tiempo se detenga, que el tren de la vida se pare en ese instante de eternidad escondido en los pocos minutos de gloria que los dioses suelen repartir arbitrariamente a los humanos —el estallido de amor tan largamente anhelado, ese artículo bastante logrado que escribimos alguna vez, aquella ensaladilla que tanto gustó a los amigos…— y nos regale el goce de disfrutar para siempre de sus mieles? Pretensión vana, el río hecho de tiempo y de agua, que dice Borges, siempre es distinto, aunque su cauce tenga vocación de perennidad. Nos podemos bañar muchas veces en la misma bañera, pero el agua en la que nos remojamos el culo siempre será otra.
Por eso, a las muchas definiciones que se han dado del hombre se le puede añadir una más: un ser que cambia, anda y nunca se para, pues a los viajeros del tiempo no les es dado descansar, como a los aficionados al trekking. El tiempo sigue transcurriendo a pesar suyo. Lo mismo si apresuran el paso que si se detienen un momento a contemplar el paisaje. Les puede pasar incluso lo que a los protagonistas de aquella fábula antigua, que habiendo dormido durante años, despertaron ya ancianos para reencontrarse con un mundo distinto a aquel en que habían pasado su lejana juventud.
En mayor o menor medida todos y todas sufrimos un avatar semejante. Transcurrimos lo mejor de nuestra vida soñando y un día despertamos a la amarga realidad de la vejez, heraldo de la muerte. Es verdad que siempre nos quedará el recuerdo, la nostalgia del pasado feliz, pero no es saludable para el espíritu solazarse en ella. La nostalgia es un licor dulce, con un poso de amargor, y no se debe abusar mucho de ese bebedizo traicionero. Es lo que hacen los adultos que se hinchan de anabolizantes o los viejos que se tiñen el pelo o se estiran la piel, amontonándola detrás de las orejas. Intentan detener el tiempo, aferrare a un ayer que solo existe en el fondo de sus deseos. Si no hay imagen más precisa del infierno que la eternidad, la nostalgia es cuando menos el purgatorio, que es un lugar de paso, nunca de permanencia.
Por eso, los que se aferran a no cambiar para no perder la seguridad que les da vivir dentro de los límites de lo conocido, están condenados a darse cabezazos contra el muro de la única realidad posible: La vida es cambio, mientras cambiamos vivimos y cuanto más cambiemos más viviremos, es decir, viviremos más intensamente.
La eternidad —ese infierno ideal— no es más que un engaño de la angustia —el infierno real— y nuestra frágil y cambiante finitud es lo que da sentido a nuestra existencia. De ella vienen todo lo bello y todo lo feo que tenemos: la poesía, el amor, la música, la risa, la melancolía, la esperanza, la rebeldía. Y también el dolor, la frustración y la desventura. Lo demás es sueño, ilusión, silencio… Nada.
(*) ”Mientras hablamos, huye el envidioso tiempo”.
(Horacio, Odas I, XI).