Estudiar, ¿para qué?

Por: Manuel Ferrer Muñoz, PhD
España

Año 2009. Mes de febrero. Lugar: Universidad del Valle, en Cali (Colombia). Contexto: un encuentro con un grupo de estudiantes de Sociología para debatir las razones por las que tantos jóvenes colombianos emigran a España y a Italia después de su titulación universitaria. Respuesta unánime: de nada sirve cursar una carrera en Colombia, aun con excelentes calificaciones, para acceder a un puesto de trabajo acorde con esa preparación académica.

Si hoy, en junio de 2021, planteáramos esa misma pregunta en la misma sede, se repetiría idéntica contestación, incluso con más contundencia a la vista del gravísimo conflicto social y político que atraviesa Colombia.

¿Qué dirían ante ese interrogante nuestros estudiantes universitarios ecuatorianos? Y ¿qué dirían los españoles, que persiguen maestrías y doctorados allende las fronteras? ¿Qué opinarían los mexicanos, seducidos siempre por el vecino de norte?

Los resultados de esas hipotéticas encuestas serían abrumadoramente coincidentes en el más profundo pesimismo.

¿Qué haremos? ¿Cerraremos las universidades? ¿Practicaremos un harakiri multitudinario? ¿Practicaremos un acto de fe colectivo en las excelencias que vaya a depararnos la política educativa del presidente Guillermo Lasso? (Porque en Colombia, España y México ya sabemos lo que hay, que, por cierto, no abre vías a la esperanza).

Si de verdad buscamos una respuesta a esas cuestiones, no podremos conformarnos con la búsqueda de soluciones prácticas a las enormes carencias de la educación en los países arriba mencionados -Colombia, Ecuador, España, México-, que no se solucionarán simplemente con la disponibilidad de más recursos económicos o tecnológicos, ni con una revisión de los planes de estudios, ni con una más eficaz capacitación del profesorado.

Perdimos de vista la perspectiva de lo que significa la universidad, una institución cuyo sentido redujimos miserablemente a la simple expedición de unos títulos que capacitan para desempeñar tareas a las que van anexos envidiables ingresos económicos, una plausible estabilidad laboral y un prestigio social que rivaliza con el que gozaba antes la vieja aristocracia de la sangre.

Y porque extraviamos esa perspectiva, erramos con la pregunta. Y es que no importa el ‘para qué’, sino el ‘qué’.

Cuando empezaba el siglo XX, la universidad estaba dando pasos de gigante en algunos países europeos, porque los avances científicos de los siglos XVIII y XIX reforzaron el papel de la investigación en áreas especializadas, sin que se cuestionaran los rasgos identitarios de la academia, que se remontaban a los siglos XII y XIII y que comportaban una estrecha relación entre maestros y discípulos.

Pero, con el transcurrir del tiempo, la universidad dejó de ser un espacio para pensar y discutir puntos de vista, para aprender de maestros comprometidos en la búsqueda del saber (investigación y estudio) y en su difusión (docencia y publicación). Y la universidad empequeñeció su misión -la pesquisa de una visión integradora del hombre y de la sociedad-, para dispersarse en una constelación de saberes especializados, inconexos e incomunicados entre sí.

La universidad acabó por eludir los grandes interrogantes de la vida humana: el sentido de la vida y del tiempo, el porqué de la muerte, la existencia de Dios, las nociones éticas del bien y del mal, la responsabilidad social de cada hombre… Hubo, ciertamente, un acercamiento a la sociedad y a sus demandas, pero, sobre todo, a través de su contribución -y supeditación- al Estado y a la empresa: y lo que empezó constituyendo un compromiso social ha ido derivando, al incorporarse la institución universitaria a la economía de mercado, a una subordinación de la universidad a los intereses y necesidades del poder político y del gran capital.

Sentadas las anteriores premisas, la conclusión implacable y desmoralizadora es que el fin último que se propone la inmensa mayoría de quienes acometen el estudio de estudios universitarios es rendir tributo a las exigencias del Estado y de la empresa, en la confianza de que mediante esa subordinación se logre obtener un beneficio personal que, ciertamente, en los tiempos actuales es muy incierto y volátil.

En verdad, si es esto lo que se busca, no vale la pena invertir tiempo ni dinero ni ilusiones en unos estudios burocratizados, impartidos por unos maestros desmotivados -cuando no manifiestamente incompetentes-, en unas anodinas aulas universitarias donde rara vez se alza una voz que cuestione el sistema o que trascienda la atonía de unas instancias pseudoacadémicas que se limitan a funcionar como guarderías en las que entretener y domesticar a jóvenes que ninguna resistencia ofrecerán al adoctrinamiento.

Pero, si nos esforzamos por renovar el auténtico espíritu universitario, que rastrea el saber en las bibliotecas, los archivos y los laboratorios, que se incardina en el aquí y hoy de nuestras sociedades, que rastrea la verdad en la maraña de medias verdades que repiten monótonamente indecentes docentes, tal vez empecemos a atisbar que las grandes aventuras y las batallas épicas a que está llamada nuestra juventud se librarán en los campus universitarios… o no se librarán nunca.

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