Viejos libros infantiles

Por: Rúkleman Soto
Venezuela

Por segundo año consecutivo festejamos la lectura en confinamiento y sin reparar demasiado en la promesa de una nueva normalidad. A pesar de la pandemia abril sigue siendo un florecer de libros, el 2 se celebra el Día del Libro Infantil y Juvenil, en homenaje a Hans Christian Andersen, desde hace más de 50 años. Y desde 1996, cada 23 de abril celebramos el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor.

Eso me recuerda que cuando Gabriel, el primero de mis hijos, venía al mundo, fuimos reuniendo pañales, mantas y demás objetos propios de un recién nacido. La llamada “canastilla” del bebé también se llenó de cuentos infantiles que se quedaron por generaciones, pasando a los siguientes hijos, sobrinos y nietos.

Gabriel, aún sin edad para leer, llegó a recitar con toda precisión los textos de un cuento llamado SOY GRANDE SOY PEQUEÑO. Adaptaciones de nuestros pueblos originarios como EL HOJARASQUERITO DEL MONTE, EL COCUYO Y LA MORA, EL TIGRE Y EL CANGREJO, constituyeron su fuente de literatura infantil antes de su ingreso a la escuela. Eso le produjo una crisis al iniciar el primer grado, porque de pronto se encontró con que era el único niño de su salón situado en las antípodas de los hermanos Grimm. El pobre recibió las andanadas de un bulling cultural porque desconocía (por culpa de los progenitores) a gente de la calaña de El gato con botas, Rapunzel o Blanca Nieves.

No siempre fueron protagonistas los libros estrictamente infantiles. Diego leyó completico un folleto de la Colección de Historia Regional del estado Miranda, dedicado a la región costera de Barlovento; más tarde al empezar en el liceo, EL RELATO DE UN NÁUFRAGO lo hizo vivir el delirio de la zozobra. Cuando terminó de leer anotó, en la última página, el colofón más genial que he visto sobre esa crónica garcíamarquiana: “este libro da sed”. Pero el libro de cabecera de toda su infancia fue CARTAS A SEBASTIÁN PARA QUE NO ME OLVIDE, de Orlando Araujo, editado por la Presidencia de la República. De allí se aprendió el párrafo final del texto titulado ¿Qué es un gallo? y andaba vociferando entre los naranjos del patio o en su gallinero personal: “Un gallo es el canto de una libertad ausente, heraldos del sol, trompetas de la vida, del amor y de la muerte”. El hijo de Diego se llama Sebastián.

Laura comenzó a leer a los cuatro años. TERESA, de Armando José Sequera, fue su primer libro. No recuerdo los autores de CUENTOS PARA LEER A ESCONDIDAS y AUNQUE PAREZCA MENTIRA, pero sé que los leyó atrincherada en la hamaca que le colgamos bajo un uvero de playa, aún los conserva. Naturalmente llegó el turno de El Principito, luego fue adentrándose en Aquiles Nazoa, Quiroga, Cortazar, Leonora Carrington, Laura Antillano, y nunca más dejó de devorar libros.

Santiago gozó largo rato con LA RANA TRAGONA, un cuento que en la portada trae una rana de ojos saltones y una lengua muy flexible. Ya cumplió doce años y su cuento predilecto sigue siendo CEBRA TIENE HIPO, de Ediciones Ekaré. En ocasiones lo veo regresar del mundo de los juegos digitales sobrevolando un manual de modelos de aviones de papel.

De todos aquellos libros que también yo disfruté, hay un par que me resultan especiales. Uno lleva por título la consigna que casi todos enarbolamos en la infancia de esparcimiento callejero: LA CALLE ES LIBRE. El libro retrata de manera vivaz, la génesis, desarrollo y luchas de nuestros barrios. Es un relato muy bien contado por Kurusa y también por las ilustraciones insuperables de Monika Doppert. El otro es PABLITO EL FLAQUITO Y JUANOTE EL FUERTOTE, de Fernanda López, pero no tanto por este par de divertidos personajes contrapuestos, sino por la tremenda personalidad de Julieta, la de la bicicleta.

Aquella colección infantil fue haciéndose mayorcita con el tiempo. Hasta podría decirse que algunos libros envejecieron, mostrando arrugas donde alguna vez hubo portadas llenas de lozanía. Cuando vemos esos títulos por allí en ferias o librerías, nos remiten a toda esa infancia que se expande como un curioso álbum familiar formado por ilustraciones y relatos. Entonces deseamos recuperar los ejemplares perdidos para ponerlos en las manos de todos los chamitos, peques y chavales que aguardan en el porvenir.

Infantiles y viejos, así son los primeros libros, como el título que tomé prestado de un ensayo de Walter Benjamín, donde indaga: «¿Por qué colecciona usted libros?» Y más adelante responde: «Un libro, tal vez tan sólo una página o, menos aún, una estampa de un anticuado ejemplar, heredado quizás de la madre o la abuela, puede ser la tierra fértil donde se desarrolle la primera y delicada raíz de esa afición».

Una guerra fría, desigual y de quinta generación se libra ahora en las almas y las mentes infantiles, atrapadas no en sus casas sino en los videojuegos. Guerra asimétrica y de resistencia donde nos toca desplegar amorosas estrategias de lucha popular prolongada para que se desarrolle, como diría Benjamín, la primera y delicada raíz de la lectura, vacuna infalible contra cualquier confinamiento.

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