Ética en las aulas: Más allá de la transversalidad
Por: Juan Almagro (PhD)
Universidad de Almería (España)
Una de las cuestiones más relevantes –y a la vez controvertida- que incorpora la nueva ley educativa en España (LOMLOE: Ley Orgánica de Modificación de la LOE, esto es de la Ley Orgánica de Educación de 2006), es la incorporación de la asignatura Educación en Valores Cívicos y Éticos, que se incluirá dentro del bloque de materias obligatorias de 4º curso de Educación Secundaria Obligatoria. Si bien es cierto que, sólo con escudriñar el título cualquiera puede entender la significatividad de incorporar en el ámbito de la educación obligatoria contenidos vinculados a lo social –y a lo político-, a saber, la igualdad de género, los derechos de los animales, el uso responsable de las redes sociales o la importancia y el valor social que adquieren los impuestos, la controversia ha surgido en esta ocasión por el hecho de no incluir en el plan de estudios, además de la citada asignatura, una materia específica (Ética) de exclusivo perfil filosófico. ¿Qué quiere esto decir? ¿Que la asignatura de marras no es lo suficientemente inclusiva y transversal para abarcar, entre cuestiones de derechos humanos y constitucionales, el principio de eticidad de Hegel, la máxima de Kant o el debate ideológico que gira en torno al concepto de democracia según Habermas? Probablemente sea así. Veamos.
Vaya por delante que, como tantas veces hemos explicado, sirve de poco memorizar derechos o visualizar superficialmente la dureza que supone no poder comer diariamente, mientras en otros lares se habla de globalización y la gente se suscribe a Spotify. De nada sirve hablar de porcentajes, ya sean los vinculados a lo que se destina a construir un hospital o los que año tras año han ido apareciendo en los libros de Economía cuando se habla de pobreza y desigualdad. Todo eso quizá esté muy bien para agitar la mente de un adolescente unos segundos de su vida, pero de nada sirve si a esa o ese joven se le niegan las herramientas para que empiece a construir sus propios esquemas mentales; para que, por ejemplo, bucee en la vida de las personas que en España o en cualquier lugar del planeta viven con menos de 1 euro al día. De esa manera, tal vez empatice con el oprobio y la desesperanza que aturden la vida de estas personas; tal vez entienda que la pobreza, lejos de ser un porcentaje, es la consecuencia de anteponer unos derechos a otros; quizá, en esa cabeza se genere cierto dilema moral desde el que plantearse la posibilidad de cambiar las anquilosadas dinámicas sociopolíticas y económicas que nos han traído hasta aquí… En definitiva, rascar un poco más en esa tierra húmeda, para transitar del “debo hacer esto o aquello” al “¿Por qué debo hacer esto o aquello?” Y es ahí donde la Ética –y la Ética como asignatura- adquiere la relevancia que se le exige.
Durante mis clases en la universidad me llego a poner bastante riguroso en una cuestión: quiero que mis estudiantes se hagan más preguntas y den menos respuestas. Me es difícil romper esa dinámica que cada una de esas personas que tengo delante ha instalado en su software humanista durante tantas y tantas horas en un sistema educativo basado, no sólo en dar respuestas, sino en buscar la respuesta única. Mientras tanto, como si fuésemos en un auto descapotable que nos permite mirar –pero no observar- en derredor, avanzamos empapándonos de conformismo, insolidaridad, obediencia ciega para sacar cualquier rédito…, pero también vamos absorbiendo e interiorizando lo que significa ser personas libres, equitativas, solidarias, justas, y quizá, hasta democráticas. Todo eso que sucede paralela e inevitablemente a la instrumentalización del conocimiento, nos cueste más o menos aceptarlo, forma parte de nuestro proceso de socialización e imbricación en el espacio comunitario. Por ello es necesario que, en nuestras aulas, además de transversalizar la Ética, contemos explícitamente con una materia de Ética, con contenidos que vayan más allá de la mera instrumentalidad; que permita despertar y desarrollar el arte de interrogar la realidad; que contribuya a reflexionar y desconfiar de los tópicos y las creencias sin fundamento; que potencie la construcción de los mimbres sobre los que se ha de sustentar una sociedad considerada formalmente democrática. Entre otras razones, porque los saberes meramente científicos que subyacen de un proceso educativo basado únicamente en dar respuesta a todo, carecen de sentido si no existen guías éticas y políticas explícitas que los articulen.